Para Bárbara
Un encargo dominical
El domingo, 4 de febrero de 1912 amaneció un día plomizo e invernal en la capital francesa.Michel Philibert, supervisor de uno de los equipos del noticiario cinematográfico Pathé, abrió la ventana de su dormitorio. Al fondo, contempló la silueta de la torre Eiffel. De la calle, le llegó un apetitoso olor a pan recién hecho y a croissants. Se abrochó con algo de trabajo el botón de su cuello flexible, se atusó el bigotazo a la moda con algo de agua de colonia y comprobó en el espejito redondo que colgaba en su cuarto que estaba perfectamente peinado. Luego, contempló complacidoel equipo de filmación dispuesto sobre la cama. El trípode replegado como las patas de un amable insecto, la cámara suavemente barnizada, con su objetivo cubierto por un parche de cuero negro como el de un pirata, las bobinas de material virgen que había traido de Pathe Fréres el día anterior.
–Será cuestión de media hora –se dijo para paliar un poco el fastidio de tener que trabajar en su único día libre semanal.
El encargo era filmar el salto de un austriaco llamado Franz Reichelt desde la primera plataforma de la torre más famosa de Francia (y, en aquel momento, el edificio más alto del país) .
Reichelt, nacido en Viena en 1879, había emigrado a la Ciudad Luz en 1898. Ya en Francia, había cambiado su nombre por el de François, y había adoptado, por misteriosas razones, la nacionalidad gala.
Philibert sabía poco más de él salvo que, hasta entonces, Reichelt había trabajado de sastre de día, mientras que de noche devoraba libros sobre Leonardo Da Vinci y otros inventores del renacimiento.
El nombre del austriaco había saltado a los periódicos franceses porque, semanas antes, había probado su última invención: un paracaídas que, según él, le permitiría aterrizar suavemente en el suelo. El artilugio consistía en un ropaje, ideado por el propio Reichelt, que se desplegaba cuando el sujeto estaba en caida libre de manera parecida a las alas de un murciélago.
El objetivo del austriaco no sólo era la gloria futura que, presumiblemente, le reportaría un éxito, sinolos 11.000 francos (una fortuna para la época) que el Coronel Lalance, del Aeroclub de Francia, había ofrecido como recompensa a la persona que inventase un paracidas seguro para aviadores. Y es que, en aquellos tiempos, los valientes que se subían a un artefacto volador tenían muchas probabilidades de no contarlo.
Reichelt había probado su chisme con un maniquí de forma aproximadamente humanaunas semanas antes, con los resultados esperables. Al llegar al suelo, el muñeco se había hecho pedazos.
Los poco esperanzadores resultados del test, sin embargo, no habían amilanado al testarudo vienés, el cual había afirmado que el estropicio se había debido a que el muñeco, por razones obvias, no había podido abrir los brazos.
–Lo probaré yo mismo– anunció, aún con los restos de su invento entre las manos, ante el puñado de plumillas reunidos para recoger sus declaraciones.
El momento de la verdad
Al principio, la prefectura de París se había negado a darle a Reichelt el permiso necesario, alegando (lógicamente) que la fuerza pública no podía patrocinar un acto a todas luces suicida. Sin embargo, ya fuera por la capacidad persuasiva de Reichelt o por cierto sentido del humor macabro deMonsieur Louis Lépine, prefecto de policía de París, la autoridad francesa había cedido por fin; con la única condición de que Reichelt debía firmar un documento exonerando a las fuerzas del orden de cualquier responsabilidad en el caso (probable) de que el experimento conllevase un resultado luctuoso.
Técnicamente, filmar la hazaña del intrépido vienés no ofrecía mayor dificultad. Philibert había acordado con su ayudante Merignac que él filmaría el salto del austriaco desde la plataforma de la torre Eiffel y que el asistente se colocaría con otra cámara cerca de la orilla del Sena, en lo que hoy es el Trocadero.
Puntualmente, ante la expectación del público de la Belle Époque, siempre ávido de hazañas, Reichelt llegó acompañado de dos amigos que tenían algo de padrinos de un duelo contra el destino. Philibert le esperaba ya arriba. Habia comprobado que el funcionamiento de su cámara. El austriaco venía ya pertrechado de su ropaje volador, de color verde oscuro. Educadamente, con un fuerte acento teutón, saludó el ceremonioso vienés a los serios varones congregados para levantar acta del éxito o fracaso de su empresa.
-¿Preparado? –preguntó un hombre mayor, con augusta frente de patricio.
Reichelt asintió. Se hizo el silencio sólo roto por el runrún del mecanismo de arrastre de la cámara de Philibert. Para sus adentros, esperó el francés que la cosa terminase pronto. La bobina duraba sólo diez minutos. Reichelt titubeó un poco durante cosa de un minuto, los claros ojos azules concentrados en la reseca superficie sobre la que se elevaba la torre de hierro más famosa del mundo. Luego, saltó.
Merignac, que llevaba rodando desde hacía un minuto y medio, contempló a través del visor de su cámara la forma confusa de un bulto que, en apenas unos segundos, se estrellaba contra el suelo.
La pequeña multitud dejó escapar un grito de terror. Algunas señoras se desmayaron. Los policías congregados tuvieron que contener a algunos morbosos que querían observar desde más cerca el cadáver desmadejado de Reichelt. Merignac, incapaz de dejar de rodar, dejó correr toda la bobina aún sabiendo que en Pathé Fréres le regañarían por el desperdicio del carísimo material virgen.
Al día siguiente, lunes 15 de Febrero, le Petit Parisien infomó de que el infortunado Reichelt había caido con tanta fuerza que había dejado una huella de 14 cm de profundidad en el suelo de París.
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