31 de Marzo.- Corrían los primeros días de 1996. Yo tenía 21 años. Desde la distancia, veo a aquella persona que fui como a alguien bastante perdido que sólo tenía una certeza: estaba esperando algo. Un hombre (un principio de hombre) que se había mentalizado de que lo que tocaba era armarse de paciencia. Aún no sabía para qué. Lo más evidente, sin embargo, era que se necesitaba mucha para soportar el increiblemente aburrido plantel de profesores que me había tocado en suerte, la absoluta falta de aliento de los estudios en los que había acabado metido, principalmente por el deseo de hacer algo útil con el dinero que mis padres pagaban con tanto esfuerzo.
En lo personal, las cosas tampoco me iban mejor. Alrededor de mi llegada a la universidad(otoño de 1994), me había quedado sin amigos. O, mejor dicho, los que me quedaron se convirtieron en unas personas casi desconocidas con las que yo sentía que tenía muy pocas cosas en común. Yo tenía el presentimiento firme de que la vida tenía que ser algo más que las tardes invernales de los viernes frente a las mesas de billar, o las conversaciones, aún adolescentes, cuyos temas eran siempre más o menos los mismos. Me parecía (no era verdad, claro) que mis amigos no sentían aquellos anhelos y que habían iniciado un lento descenso por la pendiente de la conformidad. Como en todas las épocas de mi vida en que no he tenido claro qué me estaba pasando (o, simplemente, cuando me he sentido triste), durante aquellos últimos meses de 1995 me aferré a la escritura y a la lectura, en un intento de saber, de ordenar; pero, por supuesto, con la secreta intención de dejar pasar el tiempo mientras llegaba lo que tuviese que llegar. Que, repito, yo no sabía aún lo que era.
“Mermelada de Perlas” la obra que me abrió las puertas de aquel minúsculo mundo teatral que fue decisivo en tantos aspectos, era el resultado de aquellas largas tardes frente al ordenador. Como texto dramático era absolutamente horrible y como producto literario una confusa amalgama de cosas que a mí me parecía que tenían que ser así (en ese mundo cuya existencia yo sólo presentía) pero de las cuales no tenía la más mínima experiencia. El argumento era fácil: una pareja que se arregla antes de ir a casa de los padres de ella, durante una nochevieja. Los protagonistas de aquella cosa e movían poco e intercambiaban largas parrafadas que era muy dudoso que pudieran interesarle a alguien.
Le interesaron a alguien, sin embargo. En febrero de 1996, H. me llamó por teléfono (hoy me hubiera escrito un e-mail) al objeto de proponerme una cita para hablar sobre el montaje de “Mermelada de Perlas”. Ella iba a ser la directora. Cuando llegué a su despacho, alumbrado solo por la luz de un flexo, la tarde invernal había teñido de azul los jardines del campus y H. estaba sentada detrás de su diminuto escritorio. El mismo que, más tarde, me sería tan familiar. Era una mujer delgada, morena, sonriente, con una larga melena rizada. Andaba por la mitad de la cuarentena, transmitía una enorme paz y fumaba constantemente. Sobre la mesa, tenía mi texto. Tras las oportunas presentaciones, entramos en materia. Inmediatamente me di cuenta de que H. intentaba decirme algo con el mayor tacto posible. Lo que trataba de comunicarme, siempre con muchos paños calientes, era que “Mermelada de Perlas” tal como yo la había escrito, era totalmente irrepresentable (corríamos un serio peligro de que el público sufriese un ataque agudo de narcolepsia). Yo era perfectamente consciente y, para el alivio visible de H., le dije lo que Paquirri en su lecho de muerte le dijo al cirujano que trataba de salvarle la vida: “Usted doctor, corte por donde quiera”.
Ilustración: Actrices (foto: Archivo Viena Directo)
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