1 de Abril.- Confieso que el respeto con el que H. me trató durante toda nuestra entrevista me resultó absolutamente sorprendente. Yo no lo sabía entonces, pero H. había sido actriz y, para ella, con un reflejo que la gente del teatro tiene metido en el ADN yo era El Autor. Poco importaba que ese autor fuese totalmente consciente de la calidad (escasa)de la obra que se iba a representar.
Por lo demás, y a diferencia de otros amigos escritores que he conocido, este que está solamente para servir a usted, querido lector, no tiene el más mínimo ánimo proteccionista con respecto a sus textos. Para mí, lo que escribo es puramente utilitario. En otras palabras: si “Mermelada de perlas” era una herramienta con la que otra persona tenía que trabajar, a mí lo que me tocaba era estar al servicio del trabajo de esa otra persona y desaparecer. Desde el principio tuve perfecta conciencia de que mi eventual ego (inexistente, por otra parte) sería solamente un obstáculo para la buena marcha de todo aquello que yo deseaba ardientemente que fuera el principio de una nueva etapa de mi vida.
H. fue, eso sí, totalmente exquisita con aquel joven serio, vestido con unos vaqueros, una camisa barata de Carrefour y un jersey verde oscuro de cuello a la caja. Un joven que iba siempre cargado con una atiborrada carpeta de color negro en la que había pegado una fotografía de Carmen Sevilla en los años cincuenta recortada de la revista Fotogramas.
Me entregó un ejemplar en papel de la obra, en donde había señalado los párrafos que a ella le parecía (y le parecía bien) que convenía eliminar y, visto mi ánimo receptivo, me sugirió que escribiese un nuevo final tras darme un curso acelerado de escritura de diálogo teatral.
(Supongo que debió de sorprenderle bastante que, entretanto, mientras recibía lo que a ella le parecían malas noticias, a mí se me había ido dibujando en la cara una ancha sonrisa, reflejo inmediato de un contento que a mí me costaba cada vez más trabajo ocultar).
H. y yo dimos por terminada aquella, nuestra primera entrevista, no sin antes emplazarnos para una próxima vez. Yo bajé los escalones de tres en tres, saqué del bolsillo de la cazadora el walkman que me servía para aliviar el tedio del largo trayecto ferroviario hasta mi casa y caminé feliz hacia el apeadero getafense de Las Margaritas.
Llegado a casa, me encerré en mi habitación, bajé la persiana de mi cuarto para que nadie me viera desde el patio, y escribí una nueva escena final: creo que una de las mejores cosas, junto con algunos cuentos de Zurano, que yo he escrito en mi vida.
De la nada, aparecieron dos nuevos personajes a los que, a falta de un nombre mejor, llamé Sombras. La Sombra de él, que representaba a su conciencia; y la felina sombra de ella, que representaba lo que la femineidad tiene de seductor. Las dos sombras, en una obra corta dentro de la obra, intentaban convencer a los personajes de que lo mejor era romper la pareja y separarse. Sin embargo, el amor vencía al final y el chico y la chica que eran los protagonistas de aquel mi primer balbuceo teatral terminaban poniéndole un parche a su relación y marchándose a celebrar aquella nochevieja que marcaba (ahora lo sé, porque en las relaciones esos parches funcionan mal) el principio del año de su ruptura.
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