22 de Mayo.- Tras una comida familiar cuya sobremesa se prolonga hasta las nueve de la noche, decido salir a pasear. Evito las calles principales y camino, despacio, las manos a la espalda, por las que fueron el escenario de mi infancia y de mi adolescencia.
La población, arracimada y tortuosa, que creció en los setenta alrededor de plazas irregulares y caóticas, se parece a un pergamino escrito, raspado y vuelto a escribir.
Los viejos colegios, situados en sótanos, se han transformado en academias en donde se aprende “informática a nivel de usuario” e inglés para superar exámenes que garantizan un puesto seguro en la cola del INEM. El gran asador en donde la generación de mis padres se tomaba el vermú dominical está cerrado. Sobre él cae un abandono que parece durar ya siglos. En el mismo parque en el que yo dejé algunas horas de conversación juvenil, juegan ahora unos críos de diez años que hablan como mafiosos de un cartel colombiano:
–¡Hijoputa! Me has dao un golpe que te cagas…
De un portal, sale una pareja de mediana edad. Él va vestido con un forro polar, pantalones de vestir e inmaculadas zapatillas deportivas; ella con una blusa fucsia y un pantalón de color hueso. Mientras la mujer tira una pequeña bolsa de basura a un contenedor cercano, el marido la espera inexpresivo, sin mirarla, pero con esa solicitud que se guardan los matrimonios de casi viejos cuyos hijos dejaron el nido hace tiempo.
Paso frente a un bar que ocupa un semisótano. Desde la pantalla de un televisor de plasma, uno de los acampados en Sol se desgañita, ante la impenetrable indiferencia de los parroquianos que esperan que empiece el partido de fútbol semanal.
Sorprendo un fragmento de la explicación de los motivos del indignado manifestante:
–…Por la violación insistente de los derechos humanos que se da todos los días en este país.
Está claro que, quienes le escuchan, no piensan que la violación insistente de los derechos humanos sea un problema acuciante. O bien piensan que no se está produciendo. No se sabe qué es peor.
Un poco más adelante, la melancolía clava su lanza en mi costado. Un grupo de empleados prepara para la noche el supermercado en donde, antes del diluvio, mi primer amor (adolescente, secreto) trabajó en el departamento de frutería. La súbita bajada de la cancela me saca de la rememoración de aquellas hirsutas tardes invernales de mi mocedad.
Me cruzo con mujeres sudamericanas, algunas de no más de quince o dieciséis años, que van vestidas como para participar en un concurso de misses que se celebrase en una playa brasileña. Zapatos blancos de tacón de aguja, mallas y tops que explotan hasta el límite las posibilidades elásticas de la lycra, grandes pendientes.
La inmigración ha hecho que los locales que, en los ochenta, eran sobrios y aburridos, se hayan llenado de colores. Las paredes de las fruterías compiten por mostrar un aspecto tropical. En el interior de un comercio pintado de color mango, dos mujeres árabes, tapadas totalmente a excepción de la cara, charlan a media voz a propósito de no se sabe qué.
En un balcón dos hombres españoles se fuman un cigarro y hablan de cambios de neumáticos.
Mi paseo acaba frente a la iglesia en la que Penélope Cruz y yo hicimos la primera comunión. El pequeño templo ha sido sustituido por un enorme edificio acristalado, con aspecto de hospital en el que el campanario, algo naif antes, ya no es visible.
Por el cielo casi nocturno vuelan, inocentes y frenéticos, los murciélagos.
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