26 de Mayo.- Recuerdo que la primera vez que cogí un tranvía en Viena (Rathausplatz, frente al Burgteather), pasados tres minutos pregunté, sobrecogido, si había pasado algo (malo, se entiende). Mi acompañante levantó las cejas y me preguntó de dónde había sacado semejante conclusión:
-Nadie habla.
Efectivamente, el silencio era el que la frase hecha atribuye a los sepulcros. Las veinte personas, que se dirigían a sus trabajos a sus casas leían –deporte sumamente saludable para el espíritu- o, simplemente, miraban la cinta sin fin de la ciudad desfilar por las ventanillas. Incluso las personas que iban juntas (y había varias) se abstenían de informar a sus acompañantes de su opinión sobre los mínimos detalles del recorrido. Conmovido, yo observé largo rato el fenómeno, y recuerdo haberlo comentado después –cómo no- con mis paisanos, a la vuelta.
Una de las diferencias fundamentales entre Austria y España (tanto a favor para el equipo de los Alpes) es que, en Celtiberia, la gente no para de hablar. Los mediterráneos nos defendemos diciendo que, el charlar es bueno para el alma, que nos ahorra un dineral en psiquiatras, psicólogos y terapeutas. Lo cierto, sin embargo es que, en España, la palabrería ha cobrado proporciones tan elefantiásicas que la tertulia (estéril, voceadora, faltona) ha quedado elevada a la principal actividad nacional. Charlar sin descanso (y, lo que es muchísimo peor, sin objetivo y sin plan) ha empantanado la vida del país. Confundido en un torrente de palabras en el que bajan, revueltos, lo mismo la presuntamente torturada sexualidad de un torero que el diferencial de la balanza de pagos, flotan los incidentes de nuestras vidas o los que averiguamos a propósito de la vida de los demás a través de Facebook.
En español, en España, al contrario que en Europa, el silencio es siempre un artículo sospechoso. El propio sustantivo se acompaña normalmente de adjetivos que no invitan precisamente a la jarana. Se dice que es ominoso (sombrío) que es sepulcral (qué alegría más grande, ole con ole y olé); y, aparentemente, si un español está callado más de noventa segundos es que, una de dos, es mudo o está tramando un pérfido atentado terrorista.
Ahora mismo, en el tren en que viajo, sin ir más lejos, se sientan a mi lado dos tardo-adolescentes que llevan, toda la santísima media hora que llevo escribiendo este post, informando al vagón entero de sus vidas, sobre las cuales hablan, durante toda la conversación, como han visto hacer con las de los concursantes de los realities.
Todo les da “superpalo” o les va “como el culo”. Eso cuando consiguen terminar una frase. Normalmente, los anacolutos terminan en un “siejquemedaigual”. Hale, a probar: si se dice rápido, se estará hablando con ese lenguaje joven, pimpante, efervescente, que le garantiza a uno un billete directo al olimpo de la juventud que no caduca.
Hurra.
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