(Para S.M., con afecto)
27 de Mayo.- El otro día, mientras disfrutaba de uno de los escasos momentos de tranquilidad que he compartido con mis padres a lo largo de este viaje, me encontré con un amigo de la adolescencia al que hacía por lo menos quince años que no veía.
Le asalté en plena calle, mientras buscaba las llaves para entrar en su casa y, temiendo que no se acordase de mí, le saludé con esa dosis extra de sonrisa que utilizamos los tímidos cuando no queremos que la gente se dé cuenta de que lo somos.
Nos pusimos rápidamente al día de las novedades que se habían dado en nuestra biografía y nos separamos con un apretón de manos que prolongó cordialmente nuestra despedida.
Mi amigo trabaja ahora en el instituto en el que los dos hicimos el bachillerato y, correo mediante, ha tenido la amabilidad de invitarme a un café.
Hemos quedado a las once de la mañana que es la hora a la que los estudiantes salen al recreo (en mi época también se hacía una pausa). Cuando he llegado, la cafetería, que yo pisé poco durante mis años de estudio, aún estaba vacía. Tan solo las dos dependientas que hacían bocadillos de bacon en una plancha y charlaban animadamente de sus cosas .
Mientras, dando sorbos de una botella de agua, esperaba a mi amigo, ha sonado la sirena y los chicos han empezado a llegar.
La mayoría ni notaban mi presencia (ese hombre sentado en una de las dos mesas de la cantina) aunque los más perspicaces se me quedaban mirando con cierta prevención. Supongo que porque yo no tenía más remedio que sonreír. No sé si porque me acordaba de cómo era yo a su edad (tan distinto) o porque me daba cuenta de que, tras de mí, se ha cerrado una puerta que no volverá a abrirse.
En primer lugar, llamaba mucho la atención la aparente heterogeneidad de la chavalería. Aunque me he esforzado, no había forma de encontrar otras similitudes que las de la edad. Otros rasgos esperables, sin embargo, sí que estaban presentes. Las chicas, por lo general, eran más altas que sus compañeros de su misma edad y tendían más a agruparse. En los chicos, la gradación era mayor. Desde los que apenas habían dejado la niñez a los que, después de haber dado el primer estirón, se esforzaban mucho porque les tomaran en serio, adoptando poses y silencios de lo que se entiende por masculinidad cuando se tienen quince o dieciséis.
Amparado en el anonimato que proporciona que casi veinte años hayan caído sobre uno, he observado con gran curiosidad a mis antiguos profesores; o a algunos que ya trabajaban en el centro cuando yo estudiaba, pero que nunca me dieron clase. Y de pronto, ha sucedido algo extraño: me he sentido como si todo lo que sucedía delante de mis ojos fuera un sueño premonitorio, no desagradable, del Paco del año novena y uno. Es difícil de explicar. Como si hubieran desaparecido la selectividad, la facultad, los amores, la tele, el teatro, los viajes al extranjero, la emigración, y sólo quedase aquel muchacho tan ingénuo (quizá demasiado) para el cual todo aún era posible.
Me ha invadido un extraño género de paz.
La llegada de mi amigo, jovial, atento, me ha sacado de mis pensamientos.
–Perdóname, pero es que…
-No, si me has hecho un regalo sin darte cuenta. La oportunidad de quedarme aquí, mirando sin ser visto.
Se ha echado a reir.
–¿Mirando? ¿Y eso?
-He tenido recuerdos del futuro.
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