Mi infancia son recuerdos de un suelo de terrazo

 

El libro más antiguo de Viena
Un libro en la Franziskaner Kirche de Viena (Archivo VD)

 

22 de Junio.- Querida Ainara: Te has pasado casi todo el tiempo desde mi última carta en el hospital. Desde antes de ayer estás en casa, y todo parece ir mejor.

La primera regla que me impuse para esta correspondencia nuestra (en la que espero que algún día participarás) es la de mantener el grado máximo de honradez que permitan las reglas más elementales de la discreción y de la educación.

Siguiendo esa regla primordial, te diré que esta es la segunda carta que te escribo para ser publicada este miércoles. La primera, no la leerá nadie (quizá tú algún día, cuando tengamos un rato los dos). Quedará reposando tranquilamente entre los descartes de este blog que, según pienso a veces, me da demasiado trabajo.

No la he publicado porque pienso también que no tengo derecho a darte la lata con mi desencanto. Ya te tocará a ti tu ración de ese molesto equipaje con el que todos, a partir de un cierto momento de nuestra vida, tenemos que cargar.

Basta leer los periódicos para darse cuenta de que el ser humano es la única mercancía que permanece inalterable. O sea, que el fascismo siempre son los otros. Y eso, a medio plazo, cansa mucho.

En Viena, Ainara, hemos tenido dos días seguidos de calor. Este año el verano viene tímido, así que parece que tendremos que conformarnos con pequeñas píldoras. No era así en Madrid, donde nací. A partir del quince de junio, y hasta la segunda o la tercera semana de Julio, del cielo caía plomo derretido.

Era el tiempo que yo aprovechaba para entregarme a maratones de lectura que eran auténticas gestas. Debí empezar a los nueve o diez años y me daba igual el libro que cayera en mis manos. Solía empezar después de desayunar, a eso de las once. Bajaba la persiana de mi cuarto hasta que sólo entraba la luz estrictamente suficiente para leer y continuaba hasta la hora de comer. Luego, me mudaba a la habitación de tus abuelos y, en calzoncillos, bocabajo sobre suelo fresco de terrazo leía hasta las seis o las siete de la tarde, acompañado por el piar frecuente de los aviones. La delicia era completa si había en casa galletas María Fontaneda.

Qué libro fuera, en realidad, me daba lo mismo. Tu tío nunca ha sido un lector sistemático. Asusté a tu abuela cuando, a temprana edad, empecé a leer novelas de Agatha Christie –que hicieron mis delicias en las ediciones baratas, de papel basto y amarillento de la editorial Molino-; pero me daba igual una biografía de Anibal (siempre me acordaré del nombre de Amílcar Barca, padre del general cartaginés) que El Señor de Los Anillos, de Tolkien (que me merendé en tres días ante la mirada sorprendida de una bibliotecaria que seguramente pensaba que un crío debería tener otras cosas que hacer en verano), que 1984 de Orwell, o  la serie completa de Los Cinco, de Enyd Bliton, que supongo que hoy me parecería de una espantosa cursilería.

Me molestaba enormemente que, en Agosto, la biblioteca cerrase por la tarde y, como al joven Atreyu de La Historia Interminable, me aterrorizaba la idea de que mi mundo de Fantasía, algún día, pudiera resquebrajase por falta de alimento impreso.

Tu hermano, mientras tanto, estaba en la calle jugando con sus amigos al fútbol. Como debe ser, supongo.

A mí, el fútbol no me ha gustado nunca, ni nadie supo nunca hacérmelo atractivo, esa es la verdad. Así que, sin que nadie pudiera remediarlo (menos yo mismo) me pasaba los veranos al fresquito viviendo la vida de otra gente, real o inventada, y aprendiendo que no hay nada nuevo bajo el sol. O sea que, para el hombre, el fascismo siempre son los otros.

Besos de tu tío.

 


Publicado

en

,

por

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.