Glamour hasta durmiendo

Artista callejero en Montmartre
Las cosas que se pueden hacer con un balón (Archivo VD)

 

30 de Junio.- Ya conocen mis lectores mis intimidades oníricas con la Familia Real. Y es que, en mis sueños yo sólo tengo invitados con glamour, Famosos A. Para muestra dejo este de la otra noche.

Por razones desconocidas, yo estaba invitado al palco presidencial de la final de alguna copa europea de fútbol. Se celebraba el encuentro en un gigantesco estadio situado en una república exsoviética (una de esas cerradas a cal y canto a la influencia exterior y gobernadas por un tirano irascible con el pecho tapizado de medallas).

Cuando yo llegaba al palco presidencial, después de haber subido trabajosamente por unas escaleras estrechas, me daba cuenta de que el estadio estaba totalmente vacío. Reinaba en él un silencio perfecto, monolítico. Las gradas de la tribuna presidencial eran de hormigón desnudo. Techadas, eso sí. Había más personas, pero de lo primero que me daba cuenta era de que el campo de juego, a nuestros pies, carecía completamente de rayas indicadoras. Era de noche y la superficie verde estaba iluminada por unos reflectores que enviaban una luz blanca y artificial.

Esperando a que empezase el encuentro, busqué con la vista un sitio donde sentarme. Me fijé en dos señores bastante macilentos vestidos con traje de raya diplomática y luego, a tres escalones de mí, la detecté a Ella.

Allí estaba la mismísima Monserrat Caballé con ese cardado que es en parte responsable del derretimiento de los casquetes polares, enfundada su generosa humanidad en un traje de color fuxia brillante.

No lo dudé.

Me acerqué a ella y le pregunté si el sitio a su lado estaba ocupado. Ella me contestó que no con una seña. Yo me senté. Monserrat Caballé era grandísima, y yo pequeño pequeño a su lado. El silencio se prolongaba y, allí, ni fútbol, ni copa de la vida, ni Cristo que lo fundó. Para aliviar un poco la quietud incómoda, yo decía al aire así, como quien no quiere la cosa:

-Jolines, Montse, se va a tener que echar usted un bel canto o algo, a ver si animamos esto.

Entonces ella, la mismísima Caballé, me miraba desde su altura enfajada y se echaba a reir con esas carcajadas burbujeantes que la han hecho famosa en los grandes coliseos del mundo entero.

-Pues va a ser que sí, me decía.

Y yo, incongruentemente, le preguntaba:

-Y Shakira, ¿Ha venido?

Ella se volvía a reir y, susurrándome al oido, me contestaba:

-Sí, es aquella, la que va vestida de mercadillo.

Y, efectivamente, unos pocos puestos más abajo, allí estaba la novia de Piqué, vestida como las Azúcar Moreno cuando cantaban lo de Bandido (nonaino nonaino).


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