Genes y flashes de limón

Hombre con perro
Uno de los protagonistas de esta historia (Archivo VD)

 

6 de Julio.- Querida Ainara: imagina: San Sebastián de los Reyes (Madrid), verano de 1988. Una de la tarde. Un sol de plomo derretido cae sobre la meseta castellana. Tu padre, diez años, se resguarda del calor sentado en las escaleras de un portal en compañía de otros amigos suyos. En medio de la calle, desapercibido, pérfido, reposa un plástico de flash de limón (retener este dato, que es importante).

Tu bisabuela María, pequeña, vestida de negro, andares dificultosos, aparece en la puerta del portal de enfrente. Se hace visera con la mano derecha para enfocar los ojos, acostumbrados a la penumbra de su piso bajo.

-¡Chico! –llama

-Qué, agüela.

-Súbete ya pa´casa que he oído a tu madre que te está llamando –llamada, por supuesto, falsa de toda falsedad; era el truco que tu bisabuela empleaba siempre para intentar sacar a tu padre de la calle.

-No, agüela.

-¡Que te subas!

-Que no, que todavía queda un rato para comer.

Tu bisabuela se pone entonces nerviosa, no sabe qué hacer. Para colmo de males, un coche aparece en la lejanía, al principio de la calle (doscientos metros).

Tu bisabuela:

-¡No cruces!

Tu padre, que no tenía intención ninguna, mira sorprendido. El coche se ha parado al principio de la calle y no da muestras de moverse. Tu bisabuela, llena de ansiedad, sigue:

-A ver si vas a cruzar, va a venir el coche, te vas a resbalar con el plástico del flash y te va a pillar.

A tu bisabuela, por supuesto, no se le ocultaba que, para que sucediera un accidente de estas características, tenían que producirse una serie de coincidencias la mar de improbables. Pero el miedo, Ainara, nos anula la racionalidad.

Te cuento esta historia para que sepas al patrimonio genético al que vas a tener que enfrentarte. Quien avisa no es traidor. Es rasgo habitual de nuestra familia ponernos siempre en lo peor. Y, si no haces nada para ponerle un freno a tu fantasía (en la familia somos también muy imaginativos) te garantizarás a ti misma un buen número de malos ratos amenizados por películas de terror en la que elegirás tu propia aventura catastrófica. Y te lo digo por propia experiencia. Porque yo también, aunque lucho cada día contra ello, soy así.

Por ejemplo si, un día cualquiera de 2030, llamas a tu novio al móvil y no lo coge, no pensarás que ha salido a la calle y se lo ha dejado en casa, sino que un infarto fulminante ha terminado con él antes de que pueda ni siquiera escuchar el tono de llamada (no importará nada que tu novio sea un deportista empedernido y tenga un corazón como un ternero); o te imaginarás que, estando en la ducha, el secador de pelo ha caido en la bañera de manera misteriosa y le ha dejado churruscado sin que tú puedas hacer nada para evitarlo; o que una banda de atracadores albano-kosovares le ha asaltado en plena calle y ahora yace, medio desangrado, en el pavimento, mientras los viandantes pasan a su lado sin echarle una mano porque le confunden con un yonki que ha tenido un mal viaje.

No te digo nada cuando seas tú la feliz que estás de marcha. Décadas de programas de sucesos llenos de niñas descuartizadas y de inocentes adolescentes entregadas a mafias de transplantes de órganos, nos habrán provisto a nosotros, tus mayores, de abundante material con el que pasar unos ratos terroríficos. Y es que, Ainara, te aviso: esta propensión a ver a nuestros seres queridos envueltos en los sucesos más terroríficos, crece con la edad, y se va refinando hasta alcanzar un realismo tan cruel que la razón tiene que esforzarse mucho para pararlo.

Seguramente, sin embargo, tú podrás.

Besos de tu tío.


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