(Publicado originalmente el día 24 de Julio de 2009) La zona del lago Neusiedl que colinda con la ciudad de Neusiedl am See es un destino vacacional bastante elegante.
A este lugar de Centroeuropa, declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, llegan turistas de todos los rincones del ámbito de lengua alemana (nuestros vecinos los Piefkes sobre todo, pero también suizos), así como familias procedentes de los paises del antiguo telón de acero. Durante las casi cuatro décadas que duró la hegemonía soviética sobre los países de la órbita de la URSS, el lago Neusiedl se convirtió en la frontera entre dos mundos. Hoy, lo surcan barquitos de vela y de motor eléctrico (los motores de gasoil están prohibidos), las apacibles abuelas se remojan las piernas varicosas en sus aguas, los chiquillos contribuyen a que su riqueza hídrica no se agoste y los adolescentes, montados en armatostes que juegan con el viento, hacen de estas costas centrales un remedo de Malibú o de Haway.
Ayer, después de todo un día navegando por el lago en el barco de unos amigos, fui a tomar algo al Mole West, sin duda el establecimiento más chic de la zona. Me puse el pantaloncito estrecho y la camiseta de los conciertos (en mi caso el pantalón era más bien ancho porque la noche anterior me habían comido los mosquitos que viven en estas idílicas marismas) y me puse a codearme con los profesionales liberales que tienen su barquito atracado en el club náutico, y los hijos de (Buena) familia que se pasean con barba de tres días, boardshort y gafas de sol por las escuelas de surf.
Di que estaba yo disfrutando de mi Aperol Spritzer (la bebida que se puso de moda la temporada pasada) cuando de pronto, se empezó a ver en el cielo (sobre Viena, más concretamente) una cadena de resplandores blancos. Durante veinte minutos estuvieron cayendo rayos ininterrumpidamente. Se anunciaba una apocalíptica.
En cuestión de minutos, conforme el gran vórtice de la tormenta se movía hacia nosotros, las aguas limosas del lago empezaron a encresparse; volaron las servilletas de cóctel de las mesas y las palmeras empezaron a bailar una danza desmelenada prisioneras en sus tiestos. Los camareros quitaron del camino del huracán las sillas de mimbre, los cojines, los vasos que los descuidados veraneantes habían dejado abandonados; los mástiles de los veleros atracados en el puertecillo frente al local empezaron a tintinear. Los críos empezaron a jugar con el viento. Los minutos siguientes fueron un estruendo de findel mundo.
–!Hay un barco en medio del lago! –se oyó.
Los curiosos corrieron al borde exterior del muelle. A poca distancia, efectivamente, se debatía un velerito con el que el viento jugaba. Los optimistas, ponían sus cámaras digitales a trabajar. Pensaban que iban a poder sacar una foto del barquito luchando contra las olas con la luz fría que emitían los proyectores que ilumian el bar.
Sin embargo, la oscuridad , solo rota por los relámpagos secos, era impenetrable.
–!Tiene un ancla, no se va a hundir! –fue lo ultimo que oí.
Lo más sensato parecía volver a casa. Y así lo hicimos. De camino al aparcamiento, volaban por el aire todo tipo de objetos; los saltamontes se estrellaban contra las farolas, las patas desmadejadas como las varillas de un paraguas; en la distancia empezaban a oirse las sirenas de los coches de bomberos.
Al llegar a casa, la alarma del estanco de enfrente había empezado a sonar. Los árboles que escoltaban la pizzeria de la calle principal yacían por el suelo Delante de mis ojos, el viento derribó un árbol de la edad de un adulto maduro con la misma facilidad con que se parte un puerro. Un crujido seco y se fueron a la porra las ramas exteriores. Dos minutos después, la copa se estrellaba contra un coche aparcado en las cercanías.
Hasta las tres de la madrugada han estado saliendo los bomberos. Algunos accesos a Viena han quedado inundados.
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