El desembarco de Normandía (2)

Un niño en el Mont Saint-Michel
Un niño en el Mont Saint-Michel, Francia (Archivo VD)

 

MONT St. MICHEL.- El turismo se cepilla los lugares más hermosos. Lugar tocado por la masa fotografiadora, es lugar que se abarata, se reduce al mínimo común múltiplo, se vuelve apto para todo tipo de públicos (lo cual suele significar que “los públicos” son a cual peor).

El Mont St. Michel es, sin duda, uno de los lugares más hermosos del mundo, pero la masa humana que lo pisa todos los años –tres millones y medio de personas, japonés arriba, japonés abajo- le ha ido quitando carácter, peculiaridad, hasta convertirlo en una especie de montaje ligero, de madera de balsa, sólo apto para ser recorrido rápidamente, casi sin mirar.

Así las cosas, del Mont St. Michel lo más fascinante es la playa de arena gris perla, aparentemente infinita (y, por lo mismo, enormemente sugestiva) que queda cuando baja la marea. Es un paisaje onírico. Alfabético mejor, porque la gente escribe de todo sobre la arena: desde su nombre, a palabras que le sugiere la inmensidad del lugar. Quizá la fascinación que produce la abadía se deba a que es una metáfora del mundo: mientras la masa se apretuja entre las callejuelas de lo que un día fue prisión, sólo unos pocos privilegiados tienen el privilegio de poder apreciar la belleza de la simple arena de la playa.

OMAHA BEACH.- La que fue uno de los escenarios del desembarco aliado en Normandía (uno de los hechos más crueles de la historia de la humanidad) es hoy una extensión paradisiaca. Un espacio natural protegido que se abre a un Océano Atlántico que ha vuelto a recuperar la inocencia. Los niños hacen castillos en la arena finísima, a la sombra del gigantesco cementerio militar americano, como si se afanasen a la sombra fría y amenazadora de una central nuclear.

La necrópolis en donde descansa parte del contingente americano de difuntos es una obra maestra del Art Decó presidida por un Prometeo muy parecido al situado al pie del Rockefeller Center neoyorquino. Los visitantes, que han sido sometidos previamente a un exhaustivo control de seguridad, caminan entre las miles de cruces de mármol blanco situadas en una pradera verde que parece diseñada por un fondista de la época dorada de los dibujos animados de la Warner Brothers.

El panorama es pacífico, elegante y alegre. América sonríe hasta en la muerte. Aunque, mejor que América, mejor sería decir la Victoria. En cambio, los soldados alemanes reposan en tumbas oscuras, como las del gigantesco osario que visité en días pasados.

Los restos de docemil personas –una ciudad de mediano tamaño- están depositados ordenadamente en un enorme circo presidido por una cruz gigantesca de granito gris. Para los americanos, sólo es importante la fecha de la gloriosa muerte (hecho que catapulta al soldado a un cielo aerodinámico, perspectiva infinita a lo Giorgio Di Chiricco); los alemanes, concienzudos, consignaron en las tumbas también la fecha del nacimiento del difunto. Y así, uno se da cuenta de que, en las huesas desnudas y algo lóbregas del cementerio alemán, reposan mayoritariamente hombres de entre dieciocho y veinte años.


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