19 de Agosto.- El fin de semana pasado me acordé de pronto de que tenía una bicicleta, y me dio por pensar en cuánto se tardaría en llegar desde la oficina hasta mi casa a golpe de pedal.
A priori, comprobarlo parecía una tarea fácil. Bastaba con bajar al sótano, coger el vehículo y ponerme en camino. Sin embargo, la cuestión pronto se convirtió en una lucha contra dificultades de todo tipo.
Para empezar, había dejado mi bici en un espacio más bien muerto del trastero comunitario que yo suponía que nadie más utilizaría. Crasa ingenuidad.
Al bajar al sótano descubrí que unos entrañables vecinos, procedentes del extinto bloque comunista europeo, habían decidido utilizar el mismo rincón del trastero para almacenar un montón de maderas procedentes del desguace de una cocina. Mi bici yacía pues sepultada entre varias piezas de aglomerado descuajeringado, serrines varios y la mugre propia de tres años de inmovilidad trasteril.
Como sé por experiencia que, en esta vida, para tener éxito es fundamental no dejarse amedrentar por las dificultades, me empleé a fondo en quitar las maderas de encima de mi pobre bici y, al final, conseguí liberarla. Por suerte, las precarias condiciones de almacenaje no parecían haber deteriorado lo fundamental y, fuera de la porquería, el chisme parecía estar sano y salvo.
Pringado de telarañas y polvareda, saqué la de dos ruedas al patio de mi casa (que no es particular, ya quisiera yo) y, con un cubo, dos trapos y mucho jabón, la dejé reluciente.
Aparqué el aparato, sujeté la rueda de atrás con la cadena correspondiente y conseguí una bomba de bicicleta con la que no conseguí inflar la rueda de atrás. Aire que introducía en la cámara, aire que se escapaba por algún orificio desconocido e incontrolable.
Con la entrepierna algo irritada por tanto contratiempo, puse los ojos en lo alto y recité los inmortales versos de Calderón:
-¡Apurar cielos pretendo, qué delito cometí contra vosotros naciendo!
Estaba claro que la rueda estaba pinchada. Mecachis en la mar.
Vino en mi auxilio un amigo el cual, el martes (primer día laborable después de la Virgen de Agosto) me hizo el favor de llevar la bicicleta a componer durante mi horario laboral. El mecánico de bicis miró mi máquina con simpatía, y luego le hizo un par de remiendos. Al volver de trabajar, me advirtió mi amigo que, aunque la bici ya se podía usar (la rueda estaba reparada) él no se arriesgaría a un viaje largo.
Impaciente, sin embargo, como siempre que se me mete algo entre las cejas, yo desoí sus sabias advertencias y me puse en camino (por tercera vez en aquel día) a mi oficina, que dista de mi casa unos cinco kilómetros. Llevaba ya dos tercios del camino, feliz por no haberme desmorrado contra ninguna farola y ufano por haber sobrevivido a la crueldad del tráfico vienés, cuando un ciclista me tocó el timbre y, educadamente, me informó de que mi rueda trasera estaba otra vez hecha unos zorros.
Se lo agradecí como la cortesía manda entre dos desconocidos que comparten firme y, ante el lastimoso estado de la cubierta de mi rueda de atrás, no tuve más remedio que subirme al metro y volver a casa con el sillín entre las piernas.
Vuelta al mecánico, rueda de atrás nuevecita y, por fin, primer viaje de ida y vuelta a la oficina. Trayecto de lo más placentero, a través del Canal del Danubio.
Ayer tarde, mientras pedaleaba camino del trabajo, pensaba yo en una conversación que el grupo de los jueves tuvo ayer a propósito de los inmigrantes españoles en Viena. Y se me ocurrió que la historia de la bicicleta podía ser una parábola del comportamiento que mucha gente tiene cuando llega a esta ciudad.
Al principio, piensan que va a ser fácil. Sin embargo, veinticinco de cada cien se arredran cuando llegan las primeras dificultades (el desconocimiento del idioma, la lejanía de la familia, etcétera). Otro veinticinco por ciento caen cuando tienen la bicicleta límpia (o sea, cuando tienen un trabajo) porque no consiguen adaptarse a las exigencias que les plantea una sociedad como la austriaca. El otro treinta y cinco por ciento cae cuando la rueda de atrás les da problemas, cuando, a pesar de saber alemán y tener trabajo, no consiguen integrarse ni echar raíces afectivas en Austria y, por fin, los restantes, los que, a pesar de todos los contratiempos, han seguido fijos en su objetivo (hacer de Viena su casa) son los que tienen éxito, se quedan y son moderadamente felices aquí.
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