21 de Agosto.- Corren tiempos oscuros. El 3 de Abril de 1945 las tropas soviéticas entran en la ciudad de Baden, que dista apenas unos kilómetros de la capital de Austria. El EjércitoRojo utiliza como alojamiento las casas de la población. Entre ellas, la del consejero áulico (Hofrat) D., situada en la Christalniggasse número 3.
El consejero, al que hay que suponer un porte digno y cabellos ya algo grises, es un alto funcionario del ministerio de finanzas. No opone ninguna resistencia al uso que los soldados hacen de su vivienda (por otra parte es perfectamente consciente de que sería inútil). A cambio de su docilidad, el viejo veterano de la Gran Guerra obtiene la autorización de ocupar junto con su familia una de las raquíticas habitaciones del servicio.
Pronto, la vida de los ocupantes del número 3 de la Christalniggasse se organiza en torno a los nuevos huéspedes. Los ocupantes imponen a sus huestes la prohibición severa de confraternizar con los vencidos.
En casa del consejero áulico se aloja una parte de la alta oficialidad soviética, una de cuyas funciones es velar, al menos en un primer momento, por la desnazificación de la cultura. Por esta razón, empieza a acudir a la casa un oficial de porte elegante que ya ha dejado atrás los cuarenta. Como los prebostes de cualquier ejército son gente ocupada, no es raro que el oficial tenga que esperar en una sala contígua al puesto de mando para dar cuenta a sus superiores acerca de sus gestiones cotidianas. Así, nuestro ruso descubre pronto que la casa del consejero áulico tiene una biblioteca muy bien surtida, formada sobre todo por robustos volúmenes de obras clásicas en alemán. La curiosidad intelectual y el amor por la letra impresa pueden más que la prohibición de confraternizar con el enemigo y, discretamente, el soldado soviético traba amistad con el hijo del dueño de la casa, Joseph (entonces un estudiante de bachillerato) y, por su mediación, pide permiso al consejero para tomar prestado hoy, un volumen de Goethe, mañana, uno de Schiller, pasado mañana un librito con las obras escogidas de Rilke, poeta por el que el ruso confiesa tener una especial predilección.
La familia del consejero no sale de su perplejidad. En aquellos oscuros días corren todo tipo de historias a propósito de los modos que se gastan los soviéticos con la población austriaca ¿Por qué –se preguntan- el ruso no nos confisca los libros con cualquier pretexto?
En vez de eso, el educado bibliófilo lleva una morosa lista de los préstamos y las fechas. Hasta que un día, se despide cordialmente y no se vuelve a saber nada más de él.
Corren los años, más de doce y, un día, la mujer del consejero áulico entra en una pequeña librería de Baden para comprar un ejemplar de la novela que está en boca de todos. Los amores de Lara y Yuri Zhivago han cautivado al mundo y le han valido a su autor, Boris Pasternak, una condena al ostracismo por parte del Polit Buró. La señora no da crédito cuando, al inspeccionar la contraportada del libro reconoce en el autor al ratón de biblioteca que tomaba prestados los volúmenes de la biblioteca de su marido durante la ocupación.
Orgullosa, comenta su descubrimiento con el tendero. La historia corre como un reguero de pólvora y, de pronto, como si despertasen de una extraña amnesia colectiva, los habitantes de Baden empiezan a recordar anécdotas protagonizadas por Boris Pasternak a su paso por la ciudad-balneario.
¿No había sido aquel el ruso que le dió un susto de muerte al propietario de la taberna al resbalar sobre el suelo mojado y caer sentado de culo? ¡Seguro! El mismo que, al término de una representación de aficionados en la que se había puesto en escena una plúmbea pieza de realismo socialista, le había dicho a uno de los actores:
–Muy bien representado, pero del alma rusa no tenéis ni idea.
La habitación 101 del hotel de Baden pasa a llamarse “Habitación Boris Pasternak” igual que una plaza de la población.
Sólo hay un problema: Boris Pasternak, como confirmó su hija, nunca estuvo en Baden. En abril de 1945, el escritor y futuro premio Nobel se encontraba en su dacha redactando la que sería su única novela. Además, nunca formó parte, por razones de edad, del Ejército Rojo. Efectivamente, Pasternak hablaba alemán por haberlo aprendido en Alemania antes de la revolución soviética pero nunca había estado al corriente de que su doble había entretenido las inhóspitas noches de la primavera y el verano de 1945 leyendo la Elegía a Duíno y musitando quizá, por las calles desiertas de un pueblo de Austria, sus primeros versos:
-¿Y si grito, quién me escuchará entre las cohortes infinitas de los ángeles?
La historia la cuenta Dietmar Grieser en su libro Kein Bett wie jedes andere, Amalthea
Deja una respuesta