24 de Agosto.- Querida Ainara: el domingo pasado cumpliste cuatro años. Yo te llamé desde la orilla del Danubio, muy cerca del lugar en donde tú viste el río por primera vez.
Necesitaba refrescarme un rato.
Viena, estos días, está siendo azotada (¡Por fin!) por una ola de calor que nos ha hecho sudar de verdad por primera vez en este año.
Estuvimos hablando un rato por el manos libres del coche de tu padre. Me dijiste que me quieres mucho, me tiraste besos y luego te pusiste a contarme que te habían regalado una cama elástica en la que, según me ha contado tu abuela, no paraste de botar durante toda tu fiesta de cumpleaños.
Para mí, Ainara, es siempre una sorpresa escucharte hablar con esa vocecita cantarina que se te ha puesto. No es que antes pensara que ibas a permanecer como la niña frágil del abriguito azul que estuvo a verme el verano pasado pero, cuando comparo aquella imagen y, sobre todo, aquella imposibilidad de saber lo que te pasaba por la cabeza –todo niño es un misterio– con la charla de hoy, siento que estoy ante un milagro que me llena de alegría y me deja un cierto poso de incredulidad.
Cuando colgué el teléfono, sin embargo, me invadió una suerte de ligera melancolía. Por una de esas asociaciones de ideas que a veces tenemos, recordé una conversación que había tenido hace un par de semanas, mientras cenaba en un heuriger con unos amigos.
A la mesa se sentaban dos señoras de mediana edad, madres de familias numerosas, y una tercera mujer, que tiene un hijo más o menos del tiempo que tú tienes (este niño nació el día de reyes de 2007 y tú en Agosto, o sea, que os lleváis meses).
Cuando la madre joven empezó a contar historias de su niño, las otras dos se vieron invadidas de manera visible por una agridulce nostalgia. Sonriendo, le aconsejaron a la joven que disfrutase de estos pocos meses porque, según ellas (muy austriacas las dos), el crío estaba dejando atrás la niñez.
A mí me sorprendió mucho esta afirmación porque, en España, el abandono de la niñez está vinculado, sobre todo, a la pérdida de la inocencia.
Por lo menos, en mi época.
Reflexionando, sin embargo, me di cuenta de que, para los habitantes del país que me acoge, este abandono de la niñez tiene más que ver con ese proceso que, según el viejo mito, llevó a Adán (mordisco mediante) a saber lo que valía un peine.
Hay que tener en cuenta que, para los austriacos, la niñez (esa niñez) es, sobre todo, irresponsabilidad.
Con las primeras letras, que tú empezarás a aprender en septiembre, los niños austriacos empiezan a asumir también que la vida va en serio y que todos los actos tienen sus consecuencias.
Empiezan a ser evaluados, reciben boletines de notas, empiezan (aunque de esto los austriacos no se dan demasiada cuenta) a recibir dosis masivas del veneno de la competitividad. La sociedad, mediante el sistema educativo, empieza a colocarlos en el carril por el que discurrirá su vida. Este al gymnasium, el otro a la HTL (una cosa como la Formación Profesional española) y así.
Quizá las madres tuviesen su razón y este proceso, que termina convirtiendo al niño en adulto, fuese más dañino para la inocencia que el aprender la utilización de las herramientas que tenemos entre las piernas. Al fin y al cabo, los animales son del todo inocentes y ninguno tiene problemas al respecto.
Besos de tu tío
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