11 de Septiembre.- Un día, cuando era pequeño, Don Luis, mi profesor, me dio el consejo más valioso que nadie me ha dado: “Cuando yo les mande una redacción –me dijo- piense en lo que escribirán la mayoría de sus compañeros y, después, haga otra cosa totalmente distinta”. La cita es más o menos literal. Claro que, Don Luis, no tuvo nunca que enfrentarse con una efeméride como la que hoy nos ocupa. A estas horas, todo el mundo habrá contestado ya a La Pregunta ¿Dónde estaba usted cuando se derrumbaron las torres gemelas? Lo cual es como preguntar ¿Con qué disfraz le pilló a usted este momento histórico?
Me rasco la cabeza, tratando de recordar, de fijar la imagen con más precisión, y me veo con mis gafas de pasta marrón, varios kilos menos (cinco, según mis cálculos), mis jerseys de cuello redondo (siempre tan discretos: verde, azul marino, máximo burdeos), mis vaqueros. Un oscuro empleado de una oscura filial de una televisión. Una cadena en la que había sido feliz pero que ya empezaba a dejar de ser divertida (o a mostar su verdadera cara, vaya usted a saber). Diez años ya…¿Qué hubiera escrito Don Luis? Sobre el tiempo. Seguramente, sobre lo irreparable del tiempo. Bueno, del tiempo no: de sus consecuencias.
Por ejemplo: el niño con el que fui a ver Los Pitufos la semana pasada no había nacido todavía el 11 de Septiembre de 2001. Su madre, embarazadísima por entonces, tenía mi edad y, supongo, se echó las manos instintivamente a la barriga cuando se vio enfrentada a las imágenes terribles de los aviones chocando contra los rascacielos. Para él, para ese niño, este mundo sin torres gemelas es, y será para siempre, El Mundo. El único. Así. Sin más. Para él, por ejemplo, será imposible concebir una realidad en la que se podía subir a los aviones sin hacer previamente un estriptís.
Muerdo el bolígrafo buscando inspiración. En Viena, el sol se hace dulce en Septiembre, como de miel. Este año, el verano tardío hace que pueda escribir este post desnudo, tirado enla hierba. A mi lado, pasa otra gente, también en bolas. El cesped reseco, los matorrales que ya han recibido la orden superior de perder las hojas, hacen que los hombres y las mujeres desnudos recordemos a un pequeño bando de primates que tratase de encontrar el camino de la inteligencia en algún lugar de África, pongamos en el amanecer del mundo…Aquel once de septiembre yo no tenía ni idea de que, una década más tarde, el sol de finales del verano me sorprendería desnudo en algún lugar de Centroeuropa, emulando a nuestros primeros padres, solo algo más inteligentes que sus padres, los orangutanes.
Pienso en aquel día, también soleado en Madrid. Lo comparo con este, con las imágenes frescas que guardo de la fiesta de la cosecha en Heldenplatz, con su banda de blassmusik, con sus educados ciudadanos conservadores vestidos de traje tradicional, con esa gente subrepticia y algo menesterosa que, en ocasiones como esta, pulula por la plaza y que hace pensar en los participantes de un proyecto de Alcohólicos Anónimos o en un grupo de recién desenganchados de alguna droga embrutecedora. Me fijo en la crudeza de los desnudos que me rodean, en las carnes flácidas, en los pechos fósiles, en los escrotos colgantes. Tantas cosas han cambiado. Sólo algo permanece como aquel día: sigo siendo incapaz de ver las imágenes de aquellos aviones, de aquellos edificios, sin que se me agarre un calambre a la boca del estómago.
Supongo que eso es lo que Don Luis hubiera querido que escribiese. Si hubiese vivido para ver el día de hoy.
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