13 de Septiembre.- En Septiembre de 1911, hace exactamente cien años, el anciano Káiser Francisco José residía en el Hoffburg, rodeado del boato de la antigua corte austrohúngara. La alta burguesía, los artistas, parecían atravesar por un periodo de esplendor. Las señoras abarrotaban los lujosos comercios del Graben, envueltas en sedas, en martas cibellinas, y se tomaban tiempo para saborear las jugosas especialidades de las pastelerías. Los caballeros, fumaban oloroso tabaco, mientras bebían el café más aromático importado de los rincones más alejados del planeta. Viena competía con París en elegancia y en refinamiento. La ciencia austriaca asombraba al mundo dando a luz sin cesar patentes que alimentaban el mito de que la civilización europea estaba destinada a progresar indefinidamente, como en una fantasía de hierro y cristal imaginada por Julio Verne.
Nadie sospechaba que el tiempo había hecho su última reverencia frente al palacio imperial y que las convulsiones telúricas de la Historia ya habían empezado a hacer su trabajo bajo aquella realidad que se contemplaba, narcisamente, a sí misma.
En la ciudad de los valses, el lujo más refinado y decadente convivía con la miseria más sórdida y, si la alta burguesía podía permitirse los caprichos más caros, el hombre de la calle, la carne de cañón de la sociedad industrial, se las veía y se las deseaba para mantener a su familia.
El domingo 17 de Septiembre, las masas obreras fueron convocadas por los políticos socialdemócratas para una manifestación pacífica frente al Ayuntamiento de Viena. Motivo: la carestía de la vida. En los últimos meses, la harina había doblado su precio y la carne había desaparecido casi totalmente de los escaparates. Los alquileres habían alcanzado precios estratosféricos y la policía actuaba sin piedad contra aquellos vieneses que, privados de lo más esencial, se habían visto reducidos a la mendicidad.
Aquel domingo, único día libre de la semana en aquel tiempo, se concentraron en la Rathausplatz alrededor de cienmil personas. Tras escuchar los discursos que los políticos socialdemócratas presentes dirigieron a la multitud, en los que se protestaba contra el alto coste que habían alcanzado los artículos de primera necesidad, la manifestación empezó a disolverse a eso de la una de la tarde. Justo en ese momento, corrió por la muchedumbre el rumor de que, en un edificio cercano, unos políticos socialdemócratas habían sido asesinados. Aquella fue la chispa que provocó lo que los periódicos del día siguiente llamaron “El domingo sangriento”.
El balance con el que se saldaron las revueltas da idea de su violencia. 149 heridos graves (entre ellos 23 policías) y casi quinientos detenidos. Por primera vez, desde la revolución de 1848, la policía había cargado, armada de ballonetas, contra la multitud. En el distrito obrero de Ottakring se declaró el estado de excepción. Los daños materiales también fueron cuantiosos: de Lencherfelderstrasse hasta el gürtel, no quedó farol ni cristal sano. Se volcaron incontables vagones de tranvías.
Los medios conservadores se hicieron eco de la circunstancia de que los agitadores más revoltosos eran críos de entre doce y catorce años, prácticamente esclavos de las fábricas del cinturón industrial de Viena, y trataron de calmar los ánimos mediante elegíacos artículos de fondo en los que se sostenía que, la carestía, “la sufrían todos los sectores de la sociedad austriaca”.
La justicia de la monarquía, como suele suceder en estos casos (véase Londres) actuó sin piedad al objeto de prevenir nuevos disturbios. Sólo un mes después del “domingo sangriento”, 82 personas ya habían sido condenadas a duras penas de prisión y casi 90 a penas de arresto.
Las causas de la revuelta continuaron igual, eso sí. El final de la historia lo conocemos todos.
Desgraciadamente.
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