Oye, Ainara, mi aflicción

Simetría
El pasado es un país distinto (Archivo VD)

 

Para J.M.M., fraternalmente.

28 de Septiembre.- Querida Ainara: la semana pasada vino a Viena un equipo de un programa de televisión para grabar a unos cuantos españoles que vivimos aquí.  Es un formato que tiene todos los ingredientes para tener éxito en los tiempos en los que vivimos (particularmente, en los tiempos que vive España).

Del lado de la empresa –la tele- el formato es barato. Una ganga, comparado con lo que cobra por aparición cualquier princesa suburbial de lengua estropajosa y vocabulario de vecindona.

En cuanto al espectador, la mecánica del programa le permite viajar sin moverse del salón de su casa y, al tiempo, practicar eso tan español que es admirar el coraje que otros han tenido de dejar su cómoda vida en Celtiberia y lanzarse a hacer las Europas (o el continente que sea).

Durante la grabación del programa, creo que se dio un fenómeno que se solía dar bastante en aquella época en que yo hacía teatro. A veces, a base de compartir los aconteceres del camino, se daban entre desconocidos lo que podría llamarse “estallidos de confianza”.Son como una ventana que se abre de par en par sin previo aviso y, en algún momento, también se cierra de pronto.

Repentinamente, te dabas cuenta de que la persona que tenías enfrente, a pesar de ser un perfecto extraño, compartía contigo toda una serie de afinidades. Si, como en el caso que nos ocupa, el desconocido o la desconocida también conoce a terceros, se dará el caso de que puedas pensar que esa persona puede convertirse en uno de tus mejores amigos, y e incluso puede ser que, llevada por la euforia, hasta le invites a ser amigo tuyo en Facebook.

Estos dos chicos que me entrevistaron tenían una baza perfecta para que la ventana de la confianza reprentina se abriese entre nosotros: habían tenido relación con la fuente de la que brota, inagotable, el agua agridulce mi nostalgia.

Habían trabajado en Mundo Perdido, la cadena de televisión para la que curré durante cinco años.

Recordando anécdotas sobre conocidos comunes y pasando revista a lo mucho que ha cambiado el negocio desde que yo falto de España, terminamos sentados en la terraza de un kiosko, bajo una hilera de bombillas que iluminaron un par de rondas de cervezas.

Probablemente, los dos primeros años que pasé en la tele hayan sido uno de los periodos más felices de mi vida.

Muchos fueron los factores que se confabularon para convertir aquellos treinta meses cortos en una época esplendorosa.

Estaba trabajando en lo que más me gustaba en la empresa en que siempre había soñado trabajar –cuando, siendo niño aún, veía desde mi casa la luz de la torre de emisiones manchando las nubes bajas, sentía unas mariposas en el estómago que sólo me han provocado ciertos enamoramientos-.

Además, durante los primeros tiempos en la tele tenía aún la esperanza de que podría dedicarme a ello de manera indefinida, estaba rodeado de gente por la que ir a trabajar era un placer (tenían conversación –cosa rara en España- y, en la práctica, hablaban solamente de mi tema favorito: la tele y la comunicación).

Por otro lado, durante mi jornada laboral, podía encontrar aplicación práctica a mi enciclopédica memoria para la información inútil –quién salió en tal o cuál película, con quién estuvo casada esta o liado aquel- y la gente apreciaba estos comentarios que, fuera del contexto televisivo eran observados con cierta displicencia.

En aquel tiempo mi mayor placer era saber más y más de aquel paraíso del que, estuve convencido siempre, algún día me echarían. Como así sucedió.

Ainara: la semana pasada, delante de aquellas cervezas me di cuenta de que echo muchísimo de menos la tele. Aquella tele. O quizá aquel tiempo en el que parecía aún que todo era posible y que el cielo era el único techo que yo me podía permitir.

Probablemente hoy, en este mundo casi totalmente vacunado de la manía de soñar, trabajar en la tele sería menos agradable. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Y, quién sabe, si hubiera seguido trabajando en aquel mundo ahora perdido al que me aferré hasta casi perder la dignidad, quizá no hubiera tomado la decisión de venir a Austria y me hubiera perdido muchas cosas que forman hoy parte inseparable de mí mismo.

A veces, sobrina, la vida te quita para darte.

Besos de tu tío.


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