Las llaves, el pañuelo y el autobús

Pensando la foto
¿Seré yo así de mayor? (Archivo VD)

 

5 de Octubre.- Querida Ainara: Hoy, en el Palacio de las Dueñas de Sevilla se celebra la boda de Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa (entre otras muchas cosas) de Alba y un señor muy correcto y muy pintón casi treinta años más joven que ella (como es poco probable que reconozcas a la novia cuando leas esta carta, te informo de que la señora Fitz-James lleva ya más de ocho décadas funcionando por este mundo).

Como siempre que una idea le resulta agresiva, la sociedad ha reaccionado riéndose de esta boda y adjudicándole a los contrayentes (particularmente al novio) todo tipo de motivos bastardos para unirse en matrimonio.

Las risas, aparte de su punto de crueldad (como suele suceder en España) han desprendido en todo momento un enorme tufarazo al machismo más reaccionario. Ya nadie se atreve a decirlo pero, el hecho de que haya sido la duquesa la que, por razón de su notoriedad, haya llevado la voz cantante de esta relación y haya vencido todas las oposiciones, ha molestado a las voces más conspícuas de ese patio de vecindonas en que se ha convertido el país en que nací.

No es nuevo: los hombres unidos a mujeres más famosas que ellos tienen que cargar siempre con un signo de interrogación sobre su virilidad. Todos nos reimos por lo bajinis del Señor Merkel, las sospechas sobre la masculinidad de Ortega Cano –el pobre- se han convertido en carne del chiste más cuartelero. Sólo faltaba el futuro duque consorte de Alba.

Lo que sí ha puesto de manifiesto la duquesa es que en un mundo, como es el nuestro, en el que la mayoría de la producción cultural está concebida para meapilas de menos de treinta años, el ser viejo, el aparecer vestido de acuerdo con la edad que uno tiene y decir sin ningún problema que, aún a los ochenta, se necesita afecto, cariño y sexo resulta enormemente subversivo.

Es comprensible que los hijos de la duquesa no se sientan cómodos ante la perspectiva de la boda de su madre con un señor que, por ley natural, será algún día su viudo. Pasa en las mejores familias. A todos nos cuesta aceptar que nuestros padres hicieron y hacen en su alcoba lo que a nosotros nos gusta hacer con nuestras parejas en la intimidad de la nuestra.

El alargamiento de la esperanza de vida ha convertido en una escena costumbrista la de los viudos que tienen que vencer la oposición de los hijos para irse a vivir juntos.

En un mundo que está en proceso de barrenar la niñez (no hay más que ver la tele española a las cinco de la tarde, antiguo horario infantil) y que está viendo el nacimiento de un nuevo grupo, el de los jóvenes eternos, lo mismo que vio nacer el de los adolescentes después de la segunda guerra mundial, la vejez ha dejado de tener sentido y plantea una serie de problemas molestos que, como los hijos de la Duquesa de Alba, todos somos reacios a resolver.

Para evitar enfrentarnos a ellos, hemos decidido que la vejez no debe hacerse notar, porque recuerda demasiado a que, en algún momento, esta fiesta se acaba y todos terminamos bajo tierra. Lo mejor que pueden hacer los viejos, según el pensamiento dominante, es pasar desapercibidos en lo posible; no estropearle el guateque con su presencia a los jóvenes consumidores. La misión de los ancianos, según esto, debería ser la de aparentar que tienen cuarenta años o, cuando la apariencia es imposible, esperar la muerte en una de esas guarderías para viejos en las que la vida se va privando poco a poco de sentido, fuera del cariño de los nietos y los hijos, alejada de toda utilidad.

Yo no sé qué será de mí cuando sea viejo, Ainara pero me gustaría acabar mis días como los acabó tu bisabuela María, entre los míos, viendo culebrones, recordándole a mis familiares que no se olviden de las llaves, que lleven siempre encima pañuelo (nunca se sabe) y que, por nada del mundo, se dejen el abono transportes en la mesita del recibidor.

Y, a ser posible, con alguien al lado que me informe de que soy un plasta y luego me dé un beso.

Como este que yo te mando hoy.

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