Luchar contra la angustia

Flotando en el aire
Siempre que se pueda, hay que luchar contra las trampas de la percepción (A.V.D.)

 

12 de Octubre.- Querida Ainara: cuando tu padre y yo éramos (más) jóvenes teníamos dos actitudes hacia la vida bastante diferentes.

Tu padre, más Bernal, era bastante impaciente y se lo tomaba todo bastante a la tremenda (la época de exámenes era para él un auténtico calvario, por ejemplo).

Tu tío, en cambio, era más paciente y procuraba (y procura) adaptarse a las circunstancias para cambiarlas desde dentro, si se puede.

Naturalmente, eran bastante frecuentes las ocasiones en las que tu padre se enfrentaba a cualquier inconveniente y, al no poder con él, se rebotaba y se ponía nervioso. Entonces, acudía tu tío y, para terminar de liarla parda, le decía aquello de“Sebas, no te pongas así: la vida es un diez por ciento como es y un noventa por ciento como te la tomas”.

Yo sólo te doy un consejo: no le digas nunca esto a una persona que está frustrada. El que avisa no es traidor.

A pesar de que nunca conseguí convencer a tu padre –bueno, creo que ahora, pasados los años, sí lo he conseguido un poco- sigo creyendo firmemente en la validez de esta frase y me parece que es una de las formas más sensatas de defenderse de este mundo en que nos ha tocado vivir.

De dos formas, principalmente.

La primera, la más obvia, es que es verdad que, la mayoría de las veces, somos bastante incapaces de cambiar aquellas circunstancias que tienen gran influencia en nuestra vida.

Lo que nos importa, Ainara, suele ser demasiado grande para nuestras fuerzas.

En cambio, sí que podemos jugar con el factor que depende de nosotros: la percepción.Por ejemplo, si una circunstancia potencial nos produce angustia (tomemos por caso la posibilidad de que nos echen del trabajo) podemos intentar luchar contra esa angustia y reducirla en la medida de lo posible. Créeme: se gana en calidad de vida.

La angustia, el estrés anticipado por cosas que podrían producirse (o no), son adaptaciones biológicas procedentes de aquellos tiempos en que los tigres de colmillos de cuchillo nos acechaban desde cualquier esquina de la selva cuaternaria. Estas reacciones orgánicas ayudaban a nuestros antecesores a estar preparados para las eventualidades de la vida a la intemperie. El estrés subía la frecuencia cardiaca para que los músculos estuvieran preparados si había que poner en polvorosa, activaba la producción de adrenalina para reducir el hambre y aumentar la resistencia al dolor, reducían las ganas de orinar…En fin.

Hoy, sólo sirven generalmente para pasar malos ratos y hacerse mala sangre.

Sin embargo, educar la percepción, o ajustarla, tiene otra virtud.

Es frecuentísimo que en la vida nos afecten cosas que, en realidad, no tienen la más mínima importancia. Son lo que los informáticos llaman bugs (bichos). Pequeñeces que se introducen subrepticiamente en los entresijos de nuestra mente y que terminan adquiriendo una importancia que es totalmente ficticia. Sobredimensionada, por utilizar una palabra de moda.

Sucede mucho entre los enamorados, por ejemplo. En medio de una conversación intranscendente, Fulanito dice una gilipollez –generalmente una de esas cosas que se dicen porque a uno no se le ocurre nada mejor para rellenar el silencio– y Fulanita se queda dándole vueltas y vueltas y vueltas. La bola engorda, los días pasan y los pensamientos se hacen cada vez más turbio. Y lo que no eran más que palabras vacías se convierte en un contencioso al que ninguno de los dos sabe bien cómo ha llegado y (lo que es peor) cómo dejar atrás. Si nadie interrumpe en la cadena de pensamientos circulares (o mejor, espirales), nadie se da cuenta de que, en realidad, todo se trata de una ilusión, de un espejismo, de un juego perverso de la percepción.

Besos de tu tío


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