¿Te perdiste las dos primeras entregas? Puedes encontrarlas aquí y aquí.
12 de Noviembre.- En algún momento del otoño de 1909, Hitler se da por vencido y sucio, hambriento y con los pies llagados de tanto andar, se acerca al asilo para indigentes de Meidling, cerca del palacio de Schönbrunn, en donde se une a la tropa de alcohólicos, vagabundos y desharrapados que vagan por las catacumbas de la sociedad vienesa de su tiempo.
Los pobres dejan pocas huellas de su paso por el mundo y no sabríamos nada de estos, los momentos más oscuros de la vida de Hitler, si no fuera por alguien que va a representar un papel fundamental en la supervivencia del futuro dictador durante un largo periodo de tiempo, ya que le aportará un medio de vida que, si bien precario, ayudará a que Hitler, lentamente, vaya sacando la cabeza del agujero en donde su propia incapacidad le ha metido.
En el asilo para indigentes de Meidling, Hitler conoce a un tal Reinhold Hanisch, un alemán que, en ese momento, utiliza el nombre falso de Fritz Walter.
Hanisch procedía de los sudetes, y era un pícaro forjado en las calles. En en el momento en que conoce a Hitler, ya tenía en su haber varios antecedentes por pequeños delitos (de ahí su deseo de camuflar su identidad). Era un dibujante autodidacta, poseedor de un cierto talento natural, pero se había ganado el pan como temporero y empleado del servicio doméstico, para después emprender un viaje lleno de peripecias que le había llevado desde Berlín a Viena.
La noche en que se conocieron, Hitler y Hannisch compartieron un poco de pan y el vagabundo le contó a aquel joven macilento, entusiasta de todo lo alemán, historias sobre Berlín. Hanisch describe a Hitler como un tipo flaco, infestado de piojos, que vestía un traje azul de cuadros que había visto sus mejores tiempos diez años antes.
El asilo para indigentes de Meidling ofrecía poco: una ducha, desinfección de la ropa, un plato de sopa clarucha y una cama en el dormitorio común. Por la mañana temprano, sin embargo, los indigentes tenían que abandonar el establecimiento y buscarse la vida por su cuenta.
Hanisch y Hitler se pasaron las primeras semanas de su “amistad” –siempre es complicado utilizar esta palabra tratándose de alguien como Hitler- luchando por sobrevivir en el duro invierno vienés. Hanisch se llevó a Hitler a palear nieve pero como Hitler no tenía abrigo, pronto tuvo que dejarlo. El austriaco que, mientras había tenido ahorros no se había preocupado de pegar un palo al agua, tuvo que ofrecerse a llevar maletas a los pasajeros en la Westbahnhof, pero su aspecto asustaba a los clientes, así que tampoco aquella ocupación resultaba muy rentable.
En el duro y darwinista mundo de la calle, Adolf Hitler no hubiera tenido ningún porvernir si no hubiera sido porque a Hanisch se le ocurrió un día una idea genial.
En las largas conversaciones que, inevitablemente, se dan entre personas desocupadas, Hitler le explicó a Hanisch sus sueños de grandeza artística y el alemán pergeñó un plan: convenció a Htiler para que pidiera algo de dinero a su familia (una cantida pequeña pero que, a los dos harapientos indivíduos debía de parecerles principesca). La destinataria del sablazo fue, esta vez, una tía de Hitler, Johana. Fue ella la que puso los 50 Kronen que Hitler, por una vez y bajo la dirección de Hanisch, invertiría sabiamente.
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