
Para el Conde-Duque de la Ciudad de José, cuya erudición es un maletín que no tiene fin.
24 de Noviembre.- Basta pasearse por las zonas céntricas de Viena para escuchar, casi siempre en boca de españoles esta (ordinaria) pero frecuentísima conversación. Imaginen mis lectores:
Plaza del ayuntamiento de la capital de Austria. Exterior. Día.
ESPAÑOL 1: (Resoplando) Joé, tío, me estoy meando como una persona mayor.
ESPAÑOL 2:Mira, ahí hay un baño público. Vamos a entrar.
Se acercan los dos amigos y comprueban, asombradísimos, que utilizar las letricas públicas cuesta cincuenta céntimos.
ESPAÑOL 1: (Escandalizado)¡¿Cincuenta céntimos por mear?! ¡Vamos, hombre! ¡Pero estos qué se han creido! ¡Con la cantidad de árboles que hay!
Y, en menos que canta un gallo, nuestros españoles –algún que otro aborigen también- buscan un matorral discreto y cumplen con la naturaleza para gran alivio de sus vejigas.
Esto de pagar por hacer sus necesidades en un entorno límpio y calentito –en ciertas épocas del año, lógicamente, se agradece mucho- es la primera señal que un español percibe de que está en Europa.
Es curioso comprobar, además, que, en nuestro desconocimiento de la idiosincrasia local, todos reaccionamos con la misma conmiseración ante esas señoras generalmente culonas, generalmente mayores, generalmente tristoncillas que, vestidas de bata blanca y sentadas tras una mesita sobre la que hay un platillo de porcelana con unas monedas, regulan el paso a los baños de aquellos a los que un apretón manda a ver al señor Roca.
A todos los españoles nos parece on oficio muy digno de lástima y, de entre todas las formas chungas que hay de ganarse las habichuelas, esta se nos antoja una de las más humillantes. Como si las señoras que limpiasen los baños y recogiesen las propinas fueran las sacerdotisas de un culto tan oscuro, misterioso y de naturaleza tan poco presentable como los productos de nuestros aparatos excretores.
Sin embargo, la presencia de estas señoras en los baños públicos, vamos, la misma presencia de los baños públicos en Viena, representa una de las cumbres del proceso de modernización que experimentó la capital en el siglo XIX.
Antiguamente, en tiempos en los que el ser humano estaba muchísimo más en contacto con sus miserias, el sistema era muchísimo más rústico.
Había unas mujeres que iban cargando a la espalda una cubeta de madera y que portaban unos capotes. Cuando algún transeúnte sentía la necesidad de desalojar su intestino de residuos sólidos, le hacía una seña una señora de estas, la cual ponía el cubo en el suelo, desplegaba el capote para darle “al caganer” una cierta intimidad y esperaba pacientemente hasta que la faena estaba concluida.
Sin embargo, alrededor de 1880, un empresario alemán llamado Wilhelm Beetz, solicitó de la ciudad de Viena una concesión para construir baños públicos (de pago, obviamente). Tras encendido debate por la posibilidad de convertir en fuente de lucro privado una acción que todos, desde el emperador hacia abajo, realizamos todos los días, se autorizó a Herr Beetz a que erigiese a su costa unos establecimientos modernos en puntos estratégicos de la ciudad. El más famoso de estos baños públicos se encuentra en el Graben vienés, a la altura del número 22 (cerca de prestigiosos establecimientos como la sastrería Knize,en donde Marlene Dietrich, por ejemplo, se hacía toda su ropa de hombre). Por cierto, estos baños, de estilo modernista, son un monumento protegido desde 1984 y una de las joyas más excelsas del Art Nouveau que esta ciudad, tan propensa a albergar joyas, alberga.
Naturalmente, entre los pasatiempos del Herr Beetz no estaba el de construir letrinas modernistas por amor al arte. Él lo hacía por la pasta. Y necesitaba a alguien que recogiese la modesta cantidad que los usuarios tenían que pagar si querían quedarse a gusto.
Las señoras de la cubeta, claro está, tuvieron que reciclarse. Pero también mejoraron sus condiciones de trabajo.
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