7 de Febrero.- Una sencilla búsqueda en internet arroja un desesperante resultado: en mi distrito sólo hay dos gimnasios.
Del primero, ya hablé en la entrada anterior, así que, sin más preámbulos, ataco el segundo: situado en lo que fue en una piscina, entrar en él da la misma impresión que acceder al edificio de El Coloso en Llamas (antes del incendio, claro).
Todas las superficies hollables por el pie humano están cubiertas de moqueta de suave color café con leche. Reina ese ambiente de silenciosa felicidad que, invariablemente, preside todos los lugares pijos. Dos o tres decenas de personas pedalean en bicicletas estáticas, mirando pantallas de plasma en las que les cuentan cómo es la dicha. Instintivamente, me tiento la cartera con aprensión.
Me acerco al mostrador de la recepción, detrás del cual me sonríen dos chicos jóvenes con pinta de dependientes de un McDonald´s que no necesitase inmigrantes desesperados por conseguir ingresos. Nacionales, blanquitos, afeitados con exactitud, recien duchados y con el pelo cortado con un vago estilo militar. Como Tom Cruise cuando se tenía que ganar la vida haciendo volar cazas del ejército norteamericano. Sin pendientes, sin tatuajes, sin ningún tipo de rasgo personal.
Dos robots especializados en relaciones cibernéticas y humanas.
–Buenas tardes –digo mientras me despojo de guantes, orejeras y demás aparataje contra el frío. Los chicos me sonríen como si estuvieran contentísimos de conocerme – quisiera una lista de precios, las condiciones…
Sin dejarme terminar y sin dejar de sonreir, me dicen:
-Ahora viene una compañera.
Como evocada por algún ensalmo, la muchacha hace chas y aparece a mi lado, escapada de un reino etéreo en donde las nubes no huelen y la salud es un esmalte transparente en las uñas.
–Hola, qué tal –me dice la compañera- me llamo Corina ¿En qué TE puedo ayudar?
Segundo amago instintivo de sujetarme la cartera.
Como recordarán mis lectores, me he convertido en un vienés hasta la cachas, así que hago un primer intento de recordar de dónde leches conozco yo a la muchacha del esmalte de uñas transparente y, al darme cuenta de que es imposible que la haya visto antes, reacciono con la prevención propia de un aborigen de esta ciudad, achino los ojos, y pienso ¿Me trata de tú? ¿Es amable conmigo? Eso es que quiere algo.
A pesar de todo, no dejo que estos rancios pensamientos salgan a la superficie de nuestra conversación y trato de comportarme lo más “españolamente” posible.
Le digo mi nombre (de pila) y ella me conduce a una pequeña terracita que es la antesala de un despachito.
Me pide que tome asientito en una sillita y ella escoge la de enfrentito.
Me ofrece un vaso de agua mineral (lo rechazo, fuera hace catorce grados bajo cero). Como yo soy un caballero de cierta edad y tengo ya el culo pelao de tratar comerciales a comisión, creo llegado el momento de entrar en materia.
–Verá…Digo, verás, es que estoy buscando un gimnasio nuevo y…-en ese momento, dos caballeros obviamente homosexuales pasan una tarjeta de plástico por un lector láser y, con dos toallas colgadas de los hombros al desgaire, se dirigen a prepararse para poder desfilar sin camiseta en el próximo orgullo.
La chica no me quita ojo de encima como si lo que yo fuera a decir fuera a salvar la vida de su madre necesitada de una operación a corazón abierto.
Tanta amabilidad me está matando.
–…Eso, que quería los precios, las condiciones…
La chica me pide que espere y vuelve con una tarjeta de visita y un cartapacio de cartulina con el logo del gimnasio ostentosamente estampado en la portada (a juzgar por la calidad del cartón, intuyo que los precios no van a ser de mi agrado).
La muchacha escribe en una tarjetita de cartulina una serie de cantidades que equivalen en conjunto a mi sueldo mensual (dineros que tendría que soltar a tocateja, perspectiva que, dadas mis últimas experiencias con los gimnasios, no entra en mis planes).
–¿Vives cerca? –me pregunta. “Y dale con el tuteo”, pienso yo. Y le doy una respuesta a la vienesa, o sea, general –pues entonces venir aquí te vendrá fenomenal –¿Te enseño el gimnasio?
–No, gracias, ya conozco el sitio. Estuve entrenando una vez aquí. Invitado.
–Ah –dice la chica que intuye que, esta comisión, no se la lleva –bueno, pues cuando lo pienses…
–Sí, gracias. Cuando lo piense vuelto. Schönen Tag noch.
-Hasta luego.
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