El secreto de los propios pecados

Sorpresa
De más joven no era capaz de creer en la ferocidad de los tiburones (A.V.D.)

 

8 de Febrero.- Mi querida niña: escribir, y más un blog como este es, a veces, una actividad de cierto riesgo. Supongo que, por mi manera de escribir, la gente intuye que leo todos los correos que me llegan y que procuro contestarlos todos con la mayor ecuanimidad posible, con el corazón en la mano.

Con el tiempo –va para seis años que hago esto- uno va desarrollando una cierta capacidad para leer entre líneas y para adivinar lo que, a veces, la literalidad de los mensajes que recibo no dice.

Este “sexto sentido” ayuda muchas veces a contestar cuestiones delicadas –que me llegan unas cuantas- o de carácter muy personal.

Hace unos días me llegó un correo de alguien sobre quien no daré detalles para no comprometerle, pero en cuya historia me vi reflejado yo a su edad.

Como, Ainara, mi experiencia en este sentido creo que puede ayudaros a los dos (a mi corresponsal y, a ti, en el futuro, he decidido contarla).

Verás: crecí (como tú estás creciendo) en una familia tocada por una fortuna infrecuente: nos llevamos todos muy bien y nos reimos mucho juntos Los unos de los otros, los unos con los otros, y los unos entre los otros. Nos reimos bajo todos los regímenes preposicionales posibles. Y no hay nada que engrase más una relación que el sentido del humor compartido.

Crecer en una familia así es una suerte que te acompaña el resto de la vida. Tanto es así que, incluso en circunstancias de tensión psicológica extrema, como la de emigrar a un país que no es el mío, yo puedo decir con orgullo que nunca me he sentido solo y que siempre, siempre, he sentido tras de mí un respaldo monolítico, sonriente y sin condiciones.

A los quince, a los dieciséis, a los diecisiete años, sin embargo, y producto de mi educación, yo puedo decir que era una persona muy inocente (aún más inocente que ahora).

El hecho de estar siempre rodeado de personas benéficas y, por qué negarlo, una cierta incapacidad natural para la maldad por mi parte, habían hecho de mí un chico más o menos feliz pero absolutamente sin ninguna preparación para el mundo fuera del nido.

Un mundo que, por otra parte, me producía una enorme curiosidad. Como es lógico en un adolescente.

Si a esto le unimos la debilidad congénita que tiene tu tío por que le cuenten historias, el resultado es una tormenta perfecta.

Sin ningún tipo de protección, me lancé a buscar y a tratar a personas que a) tuvieran historias que contarme y b) dado que, para que fueran interesantes en grado suficiente, esas historias tenían que provenir de circunstancias personales muy diferentes de las mías, terminé teniendo una nómina de “amigos” que abarcaban una amplia horquilla de lo terrible: desde la “simple” procedencia de familias rotas o desestructuradas en entornos económicos salvajes, a enfermos mentales de mayor o menor gravedad.

Aprendí muchísimo sobre el ser humano (una experiencia que me ayudó mucho después, por ejemplo, en mi etapa de voluntario) pero, eso sí, terminé completamente exhausto mental y, a veces, físicamente.

En aquel momento, Ainara, el buscar a este tipo de personas para que fueran mis amigos no me producía ninguna zozobra ética (supongo que porque, en el fondo, yo no terminaba de creerme que su situación fuera tan grave y pensaba que su personalidad extrema era una pose). Sin embargo hoy en día me asaltan graves escrúpulos morales que expongo aquí para escarmiento de otros.

Para mí, el contacto con estas personas en situación salvaje era relativamente cómodo. Al fin y al cabo, cuando nos separábamos, yo me volvía a mi plácida situación familiar y ellos, en cambio, no tenían ningún refugio que los salvase de sí mismos.

Igualmente, no puedo dejar de reprocharme la frívola curiosidad que me impulsaba a entablar amistades que, si bien se mira, estaban tan desprotegidas de mí como yo lo estaba de ellas.

El –ahora lo veo- absurdo orgullo de pertener a “la normalidad” sin pecado concebida (o que se cree sin pecado concebida) me impulsaba. Yo era, Ainara, como esos monarcas antiguos que se rodeaban de seres deformes para que la gente valorase más su apostura. Y eso, Ainara, está mal. Todo el mundo tiene derecho al secreto de sus propios pecados y a que se le conserve cierta dignidad en las desgracias.

En fin, como decía Santa Teresa, me he salido muy de mi propósito, que no era tratar este tema exactamente.

Aunque, como he dicho más arriba, escribir es, a veces, una profesión de cierto riesgo. Uno empieza un párrafo y nunca sabe a dónde va a llevarle el hilo.

Besos de tu tío

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