22 de Febrero.- Querida Ainara: mañana se cumplirán treinta y un años de una fecha muy interesante de la historia de España: el intento del golpe de estado de Tejero. En aquella ocasión, España, no muy acostumbrada todavía a esa democracia siempre perfeccionable de la que disfruta hoy, se dejó tentar por la repetición de lo que había sido una constante en su historia en los últimos doscientos años (el cuartelazo, la algarada) pero, gracias a Dios, se impuso cierto género de sensatez y la cosa quedó en nada: o sea, en una vacuna cuyos efectos duran –más o menos- hasta hoy.
Sin duda, el español que salió más beneficiado de aquellas siniestras treinta y seis horas es el actual Jefe del Estado, Don Juan Carlos de Borbón. Con su actuación decidida –aunque algo tardía, lógicamente, debido a la confusión de aquella hora- el rey, en cosa de veinte minutos, adquirió de pronto una estatura política que cinco años de reinado no habían conseguido prestarle. O sea: aquella noche, los españoles hicimos fijo al que, hasta aquel momento, había sido nuestro becario.
Por supuesto, la actuación del Rey fue mucho más humana y normal de lo que los hagiógrafos llevan diciendo desde entonces. Obviamente, hubo en ella zonas oscuras que han sido eliminadas, cuidadosamente, por el coro de cortesanos que se dedican a cantar sus alabanzas. En la homilía del oficio religioso que, en el protocolo español, sustituye a la ceremonia de coronación, el cardenal de la diócesis de Madrid-Alcalá, D. Enrique Tarancón, hizo votos porque la adulación no entrase en casa del Rey. La historia ha venido a demostrar que el monarca lo ha conseguido sólo a medias.
Quizá haya sido la pegajosa y constante adulación a que se ha sometido a la familia real en las tres últimas décadas la que ha conducido a eso que se llama “la institución” a la crisis en la que se encuentra en la actualidad. Una crisis del mismo calado que la del 23 de Febrero, pero que está siendo muchísimo más dañina porque se está prolongando en el tiempo.
Como suele suceder con estas cosas, todo empezó de una manera casi fortuita. Investigando las ramificaciones del llamado “Caso Palma Arena” los instructores llegaron al marido de una de las hijas del rey, Iñaqui Urdangarín.
Hasta entonces, el Sr. Urdangarín había sido uno de esos personajes públicos que pasan todo lo desapercibidos que las revistas peluqueriles les dejan. A lo más, había motivado murmullos de admiración entre las señoras (y el diez por ciento correspondiente de señores) porque, como dice Sabina en una canción, “lo pones al lado de Marichalar y no veas lo que canta”.
Seguro de encontrarse tras el parapeto que el incienso general despliega delante de los reyes y sus vástagos, Urdangarín empezó (presuntamente aún por medios non sanctos) a acumular una fortuna que utilizó para vivir en una opulencia dificilmente justificable a) en un país que atraviesa una crisis económica brutal y b) en una familia que basa su prestigio en su “sencillez” y su “campechanía” (y es que los españoles lo perdonamos todo menos la altivez).
Se ha sabido que, para acallar los rumores, el rey D. Juan Carlos envió a Urdangarín y a su familia a vivir a los Estados Unidos pero lo escrito, escrito queda, y el bueno de Iñaqui había dejado ya tras de sí un buen rimero de papeles turbios en los que la justicia, de manera algo temerosa, no ha tenido más remedio que hincar el diente.
El abogado del Duque de Palma insiste en que, de existir, los errores del exjugador de balonmano fueron “solo administrativos”; sin embargo, el goteo constante de informaciones aparecidas en los medios de comunicación ya han dañado, me temo que para siempre, la credibilidad del acusado.Y (aquí es donde el rey sale más directamente perjudicado) la credibilidad de su mujer, la Infanta Cristina.
Sobre ella, pende la duda de si a) era conocedora de la alegría con la que su marido utilizaba el prestigio y el halo de honradez de la familia real y b) si ella misma no se benefició de los manejos que se traía el duque con los balances.
La estrategia de la Casa Real hasta este momento ha sido la de minimizar daños, asegurando que Doña Cristina es absolutamente inocente desconocedora de lo que su esposo hacía con la mano izquierda (cosa bastante difícil de creer, cuando la firma de esta señora aparece en papeles relacionados con la trama). Ante la Infanta, se presenta un dilema desolador: o pasa por choriza o pasa por tonta. Ninguna de las dos posturas muy airosa que digamos, porque si pasa por choriza, obviamente la justicia tendrá algo que decir; y si pasa por tonta, en qué lugar quedará su credibilidad profesional al frente de un departamento de La Caixa.
En el siglo XVII hubiera sido cosa de que su padre la enviase a un convento a rezar por sus deudos pero, en la actualidad, cosas así sólo se arreglan si salen por internet.
El juez que instruye el caso, entretanto, ha pedido a las partes su parecer ¿Debe llamar a la Infanta Cristina a declarar sobre su los negocios de su santo? Si yo fuera el rey estaría presionando ya para que se hiciera.
Sólo si queda demostrada fehacientemente su inocencia quedará la infanta Cristina libre de la sospecha a la que la condenaría el ver el juicio desde la barrera. Y con ella, quedaría libre de sospecha la monarquía.
Al fin y al cabo, quien es inocente, no tiene nada que temer de la justicia ¿No?
Pues eso.
Besos de tu tío
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