
3 de Marzo.- El bloguero está sentado en un autobús, rebosante de gente,que le lleva hacia su casa. Se trata de uno de esos modelos de tres puertas, característicos de Viena, con dos grupos de asientos separados por un gran hueco central destinado a los carritos para bebés.
El bloguero ocupa el asiento de la parte trasera situado inmediatamente después de este hueco destinado a los carritos.
Lleva en las rodillas una bolsa de papel, de McDonald´s, en la que está su última adquisición: una cámara alemana Agfa, modelo Synchrobox 600, del año 1951, que acaba de comprar en el rastro del Naschmarkt.
El bloguero está muy contento con su compra, porque el aparato está en perfectas condiciones (quizá, los cristales de los visores están un poco sucios, pero nada que no se arregle con algo de maña y un poco de líquido limpialentes). De vez en cuando, acaricia el aparato con esa satisfacción que, en la infancia, se reserva para los juguetes nuevos, que ofrecen aún la apariencia de infinitas posibilidades de diversión.
Frente al bloguero, separado de él por media mampara de madera tapizada, una mujer joven, negra (no es criticar, es referir) con un enorme carrito en el que duerme un hermoso y rollizo bebé de color café con leche. La joven madre tiene un aire un poco resignado, como si hubieran pasado por encima suyo todos los avatares de la Historia.
El autobús llega a una parada.
Como siempre, algunos viajeros bajan y otros intentan subir al vehículo que está, ya lo he dicho más arriba, completamente lleno de gente. De pronto, el bloguero, que se ha hecho ya muy vienés, se asusta. Desde la acera, completamente fuera de sí, otra mujer negra (de nuevo, no es criticar, es referir) intenta introducir en el autobús a una niña pequeña que berrea a gritos (¡Mamá! ¡Mamáaaa!), un cochecito con un bebé de proporciones bíblicas (el cochecito, claro, no el bebé) y a sí misma –no hay que despreciar las generosas dimensiones del trasero de la señora: y esto, de nuevo, es un hecho completamente objetivo-. Observa toda la escena un vienés de unos cincuenta años, cazadora y pantalón vaqueros, pelo rubio ceniza, que también lleva a un niño pequeño de la mano (el cual, por cierto, contempla la escena con una manita en la boca).
La negra de trasero tropical empieza a forcejear sin éxito, mientras la primera no hace el más mínimo esfuerzo por hacerle sitio. En un momento dado, la culona empieza a insultarla a voz en cuello, en un idioma que, deduce el bloguero, es una versión centroafricana del inglés. La joven madre se defiende. Se intuye que está acordándose de los muertos más frescos de la culona. La cual, haciendo caso omiso de las consecuencias que sus maniobras pueden tener para la salud de su hijo, no hace más que pegar empujones (no sólo al carrito de la otra, sino también a algunos vieneses que, lo digo desde ya, asisten a la escena con el aire sorprendido de quien contempla un hecho desagradable pero, sobre todo, inaudito).
Tras muchas idas y venidas, muchos insultos, y no pocos forcejeos. La arpía se acomoda en la parte central del autobús, la pobre criaturita que tiene la mala suerte de que le haya tocado por madre, se agarra como una desesperada a una de las barras del vehículo. El coche echa a andar.
La negraza empieza a echar por su boca, ora en inglés ora en un alemán deleznable, lo que no está escrito (y va a seguir sin estarlo). Entonces el vienés, haciendo un esfuerzo ímprobo por que vuelva a reinar la paz, le dice a la señora, en un inglés entrecortado pero muy comprensible (y, sobre todo, en un tono de voz amabilísimo) que tiene que entender que el autobús está lleno y que no hay sitio para más carritos.
La negraza le mira como si no pudiera creer lo que sus oidos oyen. Abre la boca. Abre los ojos en la enormidad de su colérica sorpresa. Entonces, el vienés vuelve a intentarlo. En ese inglés con ese acento ortopédico que el bloguero ha aprendido a amar, le pide a la señora que haga el favor de calmarse y no dar gritos, que la otra mujer no le podía dejar más sitio del que ya le ha dejado.
Y entonces, la negra se revuelve y, como un escupitajo, le dice al vienés conciliador:
-You are a racist.
El hombre traga saliva y luego intenta explicarle que él lo que estaba intentado es poner paz. Y entonces la otra empieza a vociferar:
–¡Racist! –y luego en alemán: ¡Racista! ¡Racista! Usted como todos los vieneses es un racista.
El bloguero le da al botón de aviso de parada e, incapaz de soportar el espectáculo, se baja del autobús.
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