Hoy va a ser la segunda vez en menos de cuarenta y ocho horas que mencione mi paso por la televisión.
Recuerdo que, a finales del verano, el día que grabé mi participación en Callejeros Viajeros, mientras el redactor, el cámara y yo, esperábamos que saliera el ferry para Bratislava, estuvimos hablando de nuestro paso por Mundo Perdido, la cadena de televisión en la que trabajé.
El periodista que me entrevistó había trabajado durante algunos meses en un programa de esos que se llaman “del corazón” (aunque el área que más interesa a este tipo de espacios se localice generalmente por debajo del ombligo).
Mundo Perdido, en un intento de revitalizar un poco una fórmula que estaba (está) más vista que el tebeo, añadió al picadillo habitual de vísceras eso que se llama “temas de actualidad”.
El periodista y yo recordábamos las carreras que se organizaban en aquella videoteca en la que pasé tan buenos momentos, entre los redactores de informativos y aquellos que se dedican a la venta al menudeo de las intimidades vaginales de las famosas.
Detrás de aquel mostrador, escoltado por aquel robot al que llamábamos Torrente –por ser el brazo tonto de la ley- yo viví alguno de aquellos soponcios y, algunos, hasta los he contado en este blog.
El departamento de Documentación, en el que trabajé era, sin lugar a dudas, uno de los más divertidos y seguramente el más unido de aquella Santa Casa en aquella época.
Recuerdo que, a las tres de la tarde, se quedaba vacío, porque todos bajábamos a la vez a comer. Eran unas comidas en las que se juntaban, en un número que a mí me parecía y me sigue pareciendo milagroso, las gentes con mejor conversación que yo me haya echado nunca a la cara.
Entre los espaghetis carbonara y aquellas judías con oreja de rancho, en las que a veces te caía el gorrino entero con todas sus cerdas, no sólo podías llorar de risa, sino que todos los días aprendías cientos de cosas interesantísimas, que te ensanchaban la vida y te hacían mejor ser humano.
Aquel día del último septiembre, mientras detrás de nosotros se arracimaban los turistas con sandalias y calcetines, más algún matrimonio español despistado que se quedaba encandilado con la cámara, el periodista de Cuatro y yo recordábamos aquella etapa en Mundo Perdido, como se recuerdan con cariño,sintiendo nostalgia por el ser luminoso que no volveremos a ser, las mejores escuelas de la vida.
Siempre tuve la esperanza de poder volver, algún día, al lugar en que había sido tan feliz (al tiempo ya no, porque nosotros, los de entonces, no volveremos a ser los mismos) pero ya no va a poder ser.
El viernes pasado despidieron a la mitad de mis compañeros del departamento de documentación y supongo que, con ese despido, la persona de recursos humanos que estampó su firma helada en el finiquito, también cerró sin saberlo una puerta de mi pasado que nunca más se volverá a abrir.
Quede este post como brindis por aquel tiempo tan feliz, tan luminoso, en el que aún parecía que todo era posible.
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