22 de Marzo.- Yo no sé si les habrá pasado lo siguiente a alguno de mis lectores. Seguramente sí.
Estar buscando algo, revolver la casa y no encontrarlo, para terminar dándose cuenta de que lo tenía delante de las narices. Generalmente, esto sucede porque, al buscar un objeto cualquiera, uno tiene una idea en la cabeza del objetivo, una visualización interior de lo que está buscando y, si el objeto se presenta en una forma que no es la que uno espera, “no lo ve”.
Por ejemplo: yo tengo una cazadora roja (mis lectores ya me la han visto –la cazadora- en el vídeo de Callejeros Viajeros). Esa chaqueta tiene el forro de color gris plomo. Cuando llego a casa, generalmente, la tiro en cualquier sitio. Si el forro cae hacia afuera, ya puedo buscar la cazadora roja por toda la casa, que no la encuentro. Porque yo estoy buscando una forma cualquiera de color escarlata que nunca va a aparecer.
Una cosa parecida me ha pasado con el tema del post de hoy (un tema que, al paso que va la burra, creo que se prolongará en unos cuantos artículos). Después de seis años y pico escribiendo casi día por día, nunca se me había alcanzado escribir sobre psicoanálisis, salvo como referencia lateral (lo que yo digo siempre: este país es tan de sótanos, que sólo aquí se podían descubrir los sótanos de la mente).
Y sin embargo, con Viena como epicentro, se extendió a principios del siglo XX un terremoto por el pensamiento europeo que revolucionó la manera de entender al ser humano, sus enfermedades de tarro y el mismísimo arte del siglo XX ¿Qué hubieran hecho, por ejemplo, la legión de psiquiatras argentinos que han convertido a su país en uno de los más analizados del mundo? (lo cual no ha evitado, por cierto, que aparezcan personas en él, como cierto exjugador de fútbol, de quienes no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que están transtornados) ¿Qué hubiera hecho Dalí si no hubiera descubierto que, si se levanta la manta del mar, se ve un perro? ¿A qué se hubiera dedicado Buñuel si Freud no hubiera caido en que lo más interesante de nuestra vida –mentalmente hablando, claro- se produce cuando somos totalmente libres, cuando soñamos?
En los últimos cien años, las teorías de Freud (para muchos, ciencia, para otros, un camelo monumental o un simple juego filosófico de salón) se han convertido en parte de nuestro acervo cultural, en tema de conversación intrincado, en material idóneo para que pelmazos de todos los estilos nos den la chapa a propósito de los traumas que les aquejan. Y no sólo eso, sino que también, sin Freud, no habría Jungianos (no habrían podido matar al padre, claro –otro término psicoanalítico-) ni habría Lacanistas o Lacanianos (que, con todos mis respetos, son los más latosos de esta tribu de la psiquiatría).
¡Y pensar que, el que abrió el melón, fue un señor que fumaba puros y que vivió durante la mayor parte de su vida en Viena! (no nació aquí, como luego veremos).
A estas alturas, supongo que mis lectores se estarán preguntando qué es lo que ha motivado que, después de más de media década de frenético tecleo, yo me haya interesado por Freud, el psicoanálisis y su madre (que buscan piso en Alcobendas).
El motivo es bien pedestre: muchas veces, cuando trabajo en casa (barriendo, fregando, pasando la aspiradora, cambiando el polvo por el brillo, en suma esas cosas que hacemos las amas de casa concienzudas) me pongo en el mp3 podcasts de RNE (Nunca sabremos los españoles el tesoro que es nuestra cadena pública de emisoras).
Dí ahí con este podcast sobre Aurora Rodríguez y su hija Hildegart y, como me apasionó el tema, me lancé a buscar información sobre el caso. Terminé así leyendo (¡Qué digo leyendo, devorando!) el libro del psiquiatra Guillermo Rendueles, El Manuscrito Encontrado en Ciempozuelos. En él se analiza el historial clínico de Aurora Rodríguez. Es un libro, aclaro desde ya, de psiquiatría dura.
“Qué pena, me dije, que me falle tanto el aparato conceptual ¡Qué poco sé de psiquiatría!”.
Empecé a buscar libros y ahí fue que me di cuenta de que, si quería seguir aprendiendo, tenía que empezar por el principio. Y en el principio fue Freud, claro. Examiné mis confusas nociones sobre el tema y me di cuenta de que, salvo ciertos tópicos de uso común para no quedar mal en una conversación medianamente culta, mis conocimientos sobre el psicoanálisis se reducían prácticamente a la nada.
Por no saber, no sabía ni quién era Freud. Pero claro, esto lo tendré que contar en el siguiente post. Este ya ha quedado muy largo.
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