5 de Abril.- Después de convertirse en doctor en medicina con un apasionante estudio sobre las manchas dorsales de algunas especies de peces, Sigmund Freud se incorpora con la tierna edad de 26 años a su puesto en el Hospital General de Viena (el antiguo, en donde hoy existe un parque que es una delicia sobre todo en primavera y en verano).
El joven médico es adscrito al Departamento de Anatomía Cerebral en donde Freud se pone a estudiar sobre los efectos de la cocaína sobre el cerebro humano. Concretamente, sobre su propio cerebro humano.
Dos años se pasa el bueno de Freud en tan estimulante trabajo (un poco la ruta del bakalao de la protopsiquiatría, por así decirlo).
En 1887, el triunfante (y algo colocado, suponemos) Freud publica su estudio “Sobre la Coca” (Über die Coca, no es coña) basado en la experimentación personal (¡!).
Tan entusiasmado está Freud con la farlopa y sus efectos, que se lanza a curar a un amigo suyo que había caido en las garras de la morfina (una droga que hacía sus estragos en la época de Freud porque la gente empezaba a tomarla contra los dolores e, ignorante de su potencial adictivo, se enganchaban).
El plan de nuestro buen Sigmund, que aquí no se lució mucho, las cosas como son, era sustituir una adicción por otra (amárrame esos pavos). Naturalmente, el colega de Freud cascó al poco tiempo.
Sigmund, sin embargo, no hizo público el fracaso de su terapia salvaje, y sólo lo admitió en su correspondencia privada con su prometida, la señorita Martha Bernays, la cual, quizá consciente ya de que iba a casarse con un genio de talla mundial, guardó las cartas en las que Freud reconocía también que se metía muchísima cocaína (suponemos que inyectada, para que no le pasara como al bueno de Michael Jackson, también conocido como el desnarigado o mister Tabique de Platino).
En descargo del psiquiatra moravo, hay que decir que, en la época de Freud, los peligros de los opiáceos eran prácticamente desconocidos y los médicos recetaban cocaína a troche y moche, considerándola un benéfico e inócuo estimulante.
La propia emperatriz Elisabeth la tomaba para reponerse de los efectos adversos de sus dietas, y los galenos eran de la opinión de que un buen chute de coca a tiempo era un buen remedio para depresiones, cefaleas y estados de ánimo lúgubres.
Y no sólo en Centroeuropa. La Coca-Cola, la chispa de la vida, se llama Coca-Cola porque, cuando se inventó, uno de sus ingredientes eran esos polvitos blancos que hacían que la vida se volviera más agradable de vivir. Fue sólo al cabo del tiempo, cuando las autoridades se dieron cuenta de que niños y adultos se volvían espídicos al probar el acaramelado brebaje, cuando conminaron a la compañía a sustituir la cocaína por un estimulante igual de efectivo pero algo menos peligroso: la cafeína.
En 1885, mientras está redactando su estudio sobre la farlopilla, Sigmund Freud hace un viaje de estudios a París y allí visita la clínica psiquiátrica de Salpetriere en donde conoce a Jean-Martin Charcot, llamado El Napoleón de la Histeria, no porque él estuviera malo de los nervios, sino porque había sido el primero en utilizar para combatir esta enfermedad dos medios que, a la postre, se convertirían en básicos para Freud: la hipnosis y la sugestión.
Ese mismo año de 1885, Freud consigue también su Habilitation, que es el título que, en los países germánicos, da la Facultas Docendi (o capacidad para enseñar en la Universidad) en donde se pone a enseñar Neuropatología.
Faltaban sin embargo un par de años para que Freud hiciera su descubrimiento fundamental: la existencia del subconsciente.
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