20 de Abril.- Entro en una droguería de barrio para comprar un par de detalles para unos niños que tengo que conocer –va siendo hora, porque han ido pasando visitas y las criaturas ya van al colegio-.
Mientras mi madre me pregunta qué será mejor, si un peluche o un cuento con pegatinas y juegos educativos, escucho la conversación que, al fondo, tienen las clientas con la dueña del establecimiento. Una conversación llena de diminutivos y de esos tratamientos cariñosos que consuelan, aunque no sean capaces de eliminar totalmente el dolor agudo de la hipoteca o la quemazón de saber que el marido está en paro y que, cuando se acabe este mes, ya no van a entrar en casa los cuatrocientos euros del subsidio.
–…Pues mira –dice la jefa- los zapatitos estos me han venido muy monos hace unos días. Los hacen en Elda.
–Di que sí, cariño –contesta una Agustina de Aragón local- hay que comprar producto español. Los chinos son los únicos que están prosperando con la puta crisis. Nos están comiendo los hijos de su madre –la Agustina en cuestión alude a la ligereza de cascos de la madre china pero en este blog se respetan todas las profesiones, incluso las que se desarrollan en la nocturnidad. En fin.
La dueña de la tienda le da la razón a la clienta ( en lo de comprar producto español) y le muestra otro par de zapatos hechos en Alicante. Modestos, pero de más vestir, ahora que vienen las comuniones. Apunta una tercera:
–De todas maneras, bonita, ahora hacen todas las cosas ya en China.
Pone la jefa una vela a Dios y otra al Diablo –elija el lector quién es quién- y dice:
–Pues es verdad, reina: yo tengo unos pantalones de Zara que pone “Made in Taiwan”.
-¿Y eso dónde está?
-Por la parte de China también.
-Ya, pero Taiwan es otra cosa.
Cunde una ola de suspiros. Sin saberlo, la dueña de la tienda da una lección de economía. Se queja amargamente de que los bazares chinos se juntan para comprar y adquieren las mercancías por miles de unidades, consiguiendo así precios más ventajosos. Ella es sola y sólo puede competir en el servicio y en la variedad, ya que no en márgenes.
Mi madre y yo compramos las chucherías que teníamos pensadas –mercancías elaboradas, por cierto, en el lejano oriente, no porque estemos a favor de la liberalización del comercio mundial, sino porque no hay otra cosa-.
Paseamos un poco por el barrio.
Me fijo en que lo que, en mi infancia, era una panadería de las de comprar el donuts para el recreo, es ahora una peluquería. El nuevo propietario (“recortadito”, nuevo eufemismo para sudamericano), por ahorrar, ha aprovechado el letrero, sustituyendo Panadería por Peluquería (conservandola P) sin importarle demasiado que el nombre “La Tahona” (es un nombre inventado, por supuesto) remita a las hogazas y no a los bigudíes. En estos detalles se nota la estrechez en España.
Entramos al mercado a comprar. Yo voy con la antena puesta en las conversaciones:
–¿Qué te pongo, doscientos cincuenta?
Se escucha una tímida voz de hombre, prejubilado o parado de larga duración, bisoño en cualquier caso en lo de llenar la cesta:
–No, ponme ciento veinticinco.
Vamos a la caja. Mientras estamos esperando para pagar, para delante del supermercado una patrulla de la policía nacional. Los números se extienden por la puerta del supermercado como si fueran el Equipo A.
Un policía alto (cerca de los dos metros) se acerca a una de las cajeras:
-Hola, bonita ¿Tienes algún problema?
La chica sonríe:
-No, no. Ya pasó todo, hijo ¡Madre mía, qué noche!
(Por alusiones de la conversación nos enteramos de que a la muchacha la atracaron ayer por la noche, y que el policía que la ha saludado se ha pasado a interesarse por cómo habían ido los trámites siempre enojosos de la denuncia).
–¡Hola, Joaquín! –saluda mi madre. De nuevo, es un nombre inventado.
Joaquín se acerca a decirnos hola con elásticas zancadas. Es un hombre que está terminando la cincuentena, emana de él una enorme simpatía y una indudable energía positiva. Mi madre le explica quién soy (resulta que llamémosle Joaquín es un vecino de cuando yo era chico). El policía me dice que no se me ocurra venirme a España, que la cosa está muy mala. Le dice a mi madre:
–Mira, ahora venimos de un instituto y están allí fumando porros. Pero sin esconderse, ¿Eh? Legalmente.
Alude mi madre al hábito de los niños austriacos de llamar señor o señora a su profesor o a su maestro.
–Es que eso son países democráticos –contesta el policía, resignado- pero esto…-por España- ¡Esto es una república bananera! ¡Una república bananera!
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