23 de Abril.- De la televisión española se pueden decir dos cosas: una, que está poseída por un enfurecido afán tertuliante (decíamos ayer) y dos que, junto a las tertulias, el género rey es la ficción.
Un tipo de ficción muy particular, claro. Y adaptado a las especialísimas características de la idiosincrasia española.
Si en Austria, donde yo resido habitualmente, el asunto por excelencia de series y películas es quién mató a quién (esos Krimis en donde siempre hay un cadáver tieso y un policía que se queda pensativo enfrente de ese cadáver y, cincuenta minutos después, detiene al malhechor y lo pone entre rejas) la ficción española es un asunto menos de lógica y más de sentimientos.
Esos dos sentimientos son, generalmente, tres: el amor, el miedo y la intriga (habitualmente se presentan separados: hay ficciones principalmente de amores y ficciones principalmente de miedo e intriga aunque, en ambas variantes, los guionistas se las apañan para encamar a los protas cada cierto número de episodios, de manera que el prota pueda lucir torso descubierto –fenómeno que podríamos llamar “Mariocasismo” o “Miguelangelsilvestrismo”– y la prota pueda también lucir curvas o trasero firme).
Otra característica primordial de la televisión española es que, como en Celtiberia, la gente se va a la cama a una hora en que los austriacos ya están en los siete sueños, los episodios, de lo que sea, duran una eternidad.
También sucede que, si bien la mayoría de las series españolas, vistas por un observador imparcial –de fuera, vaya-, son entrañablemente salchicheras, también es verdad que la producción española ha alcanzado una agradable velocidad de crucero y se puede decir que, si bien la industria del cine español murió en el tardofranquismo –cuando empezaron a declinar los grandes productores, como Cesáreo González, Alfredo Matas o Emiliano Piedra-la industria de la serie de pata negra goza de muy buena salud.
Pasaron también los tiempos aquellos en que las series españolas eran todas paráfrasis más o menos confesas de las películas de Gracita Morales y Alfredo Landa (trama costumbrista,familia con hijos e hijas, abuelo y la inevitable criada andaluza). El agotamiento del modelo “Médico de Familia” y la creación de un incipiente star system (Amaia Salamanca, Miguel Angel Silvestre, Mario Casas y por ahí) ha propiciado que las series españolas hayan empezado a apostar por otros géneros. Como por ejemplo, la ficción “histórica”. Pongo el adjetivo histórico con todas las comillas posibles.
La ficción “histórica” española (El Secreto de Puente Viejo es un buen ejemplo, pero también Amar en Tiempos Revueltos) bebe directamente de las fuentes de la ficción “histórica” sudamericana, rama Televisa y su famosa Escuela de Talentos (“Pasión de Gavilanes”, por ejemplo) y obedece siempre a la regla siguiente: si uno cierra los ojos y, por lo tanto, no ve el vestuario de época ni el atrezzo que pretende imitar algunos objetos antiguos, uno podría pensar que la trama se desarrolla en un rascacielos cualquiera de la capital de España (pongamos la torre Picasso).
Se diría que los pobres guionistas, galeotes encadenados al banco de un procesador de textos, presos en locales oscuros, alimentados a pan, agua y tranchetes, son obligados a despojar a todas sus invenciones de cualquier rastro de credibilidad o de profundidad histórica.
En el fondo, la ficción española y la austriaca sufren de una anemia parecida: si a los austriacos se les da mal el sentimiento, a los españoles se les da mal la lógica.
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