
25 de Abril.- Querida Ainara: ayer llegué de España. Como siempre últimamente, el viaje me dejó bastante confuso (y no me refiero a que se me olvide siempre cambiar la ortografía del teclado del ordenador o que, durante los primeros días, me equivoque siempre al querer escribir la y o la z). Por un lado, ha sido una maravilla disfrutar de tu compañía, de la de mis padres y de la de los tuyos. He gozado mucho de las pequeñas cosas como recogerte en el colegio o enseñarte juegos –más si cabe, por la conciencia de que es un placer escaso-. Eres una niña inteligentísima (tienes a quién parecerte), rápida, graciosa. Increiblemente cariñosa y creo que, menos cuando pierdes jugando a la oca, sólidamente feliz. La curiosidad te devora, cuentas todo lo que se te ponga a tiro y ya estás empezando a asomarte al misterio de las letras. Pronto, podrás leer estas cartas. Quizá, algún miércoles no muy lejano, me esribas tú también.
La otra cara de la moneda no es tan risueña: cada vez que voy a España no puedo evitar que me embargue una melancolía que creo que lo más correcto es disimular –más que nada para que mi familia no saque consecuencias que no son– . Me doy cuenta de que los españoles, mis compatriotas, han perdido no ya la alegría, sino el sentimiento –totalmente imprescindible- de que las cosas pueden ser diferentes de como son (¿Qué es de nosotros, Ainara, si nos falta la esperanza?).
Soy consciente también de que mi tristeza se debe asimismo a un hecho al que todos nos enfrentamos alguna vez, pero que, para el emigrante, es el pan de cada día: no podemos vivir más que una vida.
Cuando bajo a España, me enfrento con el Paco que fue, perpetuado en mis cosas, que siguen tal como las dejé en mi dormitorio de adolescente; pero también me enfrento al hombre que no va a ser nunca: a ese tío Paco que te ayudaría a hacer los deberes, o que aprendería contigo alemán mientras se cansa de echar currículums en empresas que no le apreciarían como le aprecian aquí.
Quiero creer que el Paco que soy hoy es mejor que aquel que ese que despierta quince días al año. Quiero pensar que es una versión mejorada del hombre que se fue de España. Quiero creer que Austria me ha hecho crecer, ser más fuerte, estar más seguro de mí mismo y, al mismo tiempo, ser más frugal, más económico en mi vida cotidiana, más medido, más decidido.
El Paco que salió de España no apreciaba tanto el valor de las cosas y eso creo que es importantísimo. Si hubiera continuado en mi país, creo que, a la larga, no habría conseguido librarme de la sensación de detención que me embargaba a veces..
Pero, al mismo tiempo, cada vez que voy a España me resulta inevitable sentir que disfruto de un bienestar que no me pertenece del todo. Un bienestar que me gustaría repartir pero que no lo consigo del todo. Es muy difícil de explicar y todavía más absurdo de sentir. Tengo miedo, Ainara, de volver una vez a mi país y no tener allí más raíces. Porque lo mismo que el Paco que se fue ha cambiado mucho, el país que fue mi casa es cada vez más un país bonito, entrañable, querido, pero extraño.
Aunque, a lo mejor, quizá no deberí apreocuparme tanto. Quizá debería mentalizarme de que tengo la suerte de ser un hombre mucho más rico que la media. Una persona que llegó a Austria uno, pero que ahora tiene el corazón, no partido en dos, sino doble, y llego de todas las cosas estupendas que he vivido y me quedan, si Dios quiere, por vivir.
Ese es el consuelo.
Besos de tu tío Paco, que te echa muchísimo de menos.
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