Intermezzo (2/2): La boca de la verdad

La boca de la verdad
A.V.D.

22 de Mayo.- La pequeña localidad de S. en el norte de Italia, tiene dos bares. Por su situación estratégica a ambos lados del campanile exento que marca el centro de la plaza de la iglesia, es muy probable que los dos establecimientos nacieran en su origen para aliviar a los feligreses de homilías dominicales demasiado pesadas. Los dos bares están abiertos hasta altas horas de la noche (en Italia, en el campo, las doce) y, en días de diario, a partir de las diez no hay más que un par de parroquianos. Los jóvenes, prefieren irse a la cercana C., que cuenta con un ayuntamiento horroroso de los años sesenta frente al cual hay un enorme bar que ostenta el título de Café Central; los viejos están en casa, viendo la tele.

Después de un largo día de contemplar las bellezas turísticas de la zona, me acerco con mi compañía al principal de los dos bares de la localidad de S.; lo lleva una chica muy dispuesta, guapa, rubia (de bote) que, como se aburre como una ostra, no tarda en darme conversación mientras me sirve el par de Ramazottis (licor digestivo, equivalente italiano al Jägermeister) que le he pedido. No se me oculta que la conversación forma parte del deber social para el que la chica se siente llamada: esto es, convertirse en una fuente de información privilegiada del pueblo.

Mientras me pregunta que dónde paramos mi compañía y yo, que de dónde soy, que por qué hablo el italiano que hablo, noto que una chica, con el pelo cortado a tazón y un pendiente con forma de crucifijo, nos observa sentada en un banco junto a la barra. Está inmóvil (despierta, pero inmóvil) y parece abstraida en una de las pantallas de televisión que emiten un sinfín de imágenes deportivas destinadas a que los parroquianos del bar (de haberlos) se dejen los euros apostando a las quinielas.

Mientras sorbo mi Ramazotti sentado en el exterior, viendo ir y venir los pocos coches que perturban la paz crepuscular, para frente al bar de S., un Seat Altea de color negro, del que baja un chaval de veintipocos, barbado, flaco, con pinta de simpático que, en el dialecto local saluda a la camarera y entra. Al poco, se escucha un tremendo estruendo y, ahora sí, soy yo el que me siento llamado a investigar. Cuando entro, haciendo ademán de pagar la consumición, la chica del pendiente de crucifijo está tirada en el suelo, borracha como una cuba y los otros tratan de recogerla entre risas.

Es que está molto borracha –dicen, como excusándola.

Yo hago con las manos un gesto que trata de ser italiano y que quiere decir que “no pasa niente”.

El chaval, que ha sido informado por la camarera de mi vida y sus circunstancias, se olvida de su amiga beoda y se me acerca. Con inconfundible ánimo de fomentar entre nosotros la camaradería masculina, me pregunta por “Madridddd” y por Spagna y luego por Viennnna. Y así. Y luego:

¿Y tú cuántas língüe parlas?

-Pues mira: Anglese, Francese, Germano…-aquí el chaval dice algo- ¿Qué?

Que aquí nos tendríamos que ir todos a Germania a trabajar.

Interviene la camarera:

-Es que aquí hay molta crisis.

Sigo yo:

-…Italiano, Spagnolo…En fin.

El chaval me pregunta asombrado:

-Y entonces ¿Qué cazzo –pollas- fai in Italia?


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