El revés de la trama

Círculo de Bellas Artes
Aquellos años, aquel Madrid (A.V.D.)

25 de Julio.- Querida Ainara: ayer, al ver la foto, me acordé inmediatamente de unas palabras de Santa Teresa que yo me digo para mí con cierta frecuencia. Las dejó escritas para aviso de sus monjas y dicen así: “Una de las mentiras que dice el mundo es llamar señores a las personas semejantes, pues a mí me parece que no viven sino esclavos de mil cosas”. La foto que vi ayer y que, te lo reconozco, me dejó en el corazón un aguijonazo de melancolía, muestra a Gregorio Peces-Barba en un lugar en el que fui inmensamente feliz: el aula magna del campus de Getafe de la Universidad Carlos III de Madrid, en una de cuyas facultades que estudié la carrera.

Allí pasé las mejores horas de aquellos años, velando las armas de mi breve carrera de actor como miembro del grupo de teatro y aprendiendo algo de lo que hay que saber sobre el oficio de escritor (y que uso aún cuando escribo Viena Directo cada día).

El grupo de teatro de la Universidad era el encargado de llevar a término según qué enojosos encargos institucionales, uno de los cuales era la fiesta anual de fin de curso, en la que se entregaban los premios a los mejores alumnos de cada promoción. Eran unos actos solemnes, voluntariamente escolares (en el peor sentido del término escolar). El guión era tieso e indigesto y, en el curso de aquellos acontecimientos, hablaba, naturalmente, Gregorio Peces-Barba que era el rector (Magnífico, como teníamos que decir) de aquella universidad.

La primera vez que yo leí, en negro sobre blanco, que yo tenía que decir de alguien que era “Magnífico” creo que sufrí una crisis aguda de vergüenza ajena. No por tener que decirlo yo, sino porque, en el candor de mis veinte años, me resultaba totalmente inconcebible que alguien se dejara llamar “Magnífico” delante de otras personas y no se le cayera la cara de bochorno.

 A Peces-Barba no parecía importarle, sin embargo, y la persona que nos dirigía en aquellas oportunidades recalcaba mucho, no sólo que teníamos que decir clarito todos los títulos del rector, sino que, bajo ningún concepto, debíamos dirigirnos a él directamente a menos que él nos hablara y que su persona era absolutamente intocable.

Para los efectos, era como si Dios Padre hubiera bajado a la tierra para dar alguna noticia vital para la salvación de los hombres.

Cómo sería la insistencia de aquel hombre en que Gregorio Peces-Barba era poco menos que el capitán de los ángeles en persona que tu tío, que es la paciencia hecha persona (más en aquella época que ahora, también es verdad) estuvo a punto de abandonar aquella pedante gilipollez y de recomendarle a aquel caballero que se metiera los títulos del rector y su indigesto guión por un orificio corporal suficientemente estrecho como para que la operación le llevara un rato.

Entonces, en medio del ensayo, apareció Gregorio Peces-Barba, llamado el Magnífico, en carne mortal, el cual resultó ser un caballero más bien melancólico y algo corto de vista. Uno de esos obesos que cada mañana se miran la barriga en el espejo del baño y se entristecen al comprobar que los trajes nunca les sentarán bien.

Nuestro amigo el…Bueno, el director, poco menos que se puso a sus plantas y Gregorio Peces-Barba, ignorándole, se acercó a nosotros, nos interrogó con aire algo anémico sobre nuestros estudios (nos preguntó si nos había quedado alguna para septiembre; me acuerdo perfectamente porque era lo único que parecía interesarle) y, pasados tres minutos, se marchó dejando a su representante en la tierra al borde de un triste y servil orgasmo.

Volví a ver a Gregorio Peces-Barba otro par de veces, siempre en la distancia, y me llamó la atención que, a su alrededor, parecía haber siempre un muro de metacrilato. Creo recordar que nunca le vi reir y que nadie le tocaba (no es extraño, si tenía a su alrededor una corte de turiferarios que avisaban de que mantener contacto físico con él era un pecado mortal). A veces, coincidíamos también cuando él llegaba a trabajar y yo entraba, temprano, a la facultad. Se bajaba del coche oficial y, cargado de espaldas, con su maletín de cuero negro, como un oficinista tristón, y se dirigía a su despacho en el rectorado, situado en el centro del complejo de edificios de la Universidad, en el mismo sitio en que El Rey Sol quiso que, en Versalles, estuviera su dormitorio. Y allí se pasaba los días entregado a quién sabe qué sesudos cometidos.

Por cierto, Ainara, a pocas puertas de ese despacho, en la tranquilidad submarina de aquellos pasillos marmolados ,alguien se me declaró. Pronto hará veinte años. Qué cosas.

Besos de tu tío.

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