19 de Agosto.- Una de las principales características de la política austriaca en estos principios del siglo veintiuno es la gran volatilidad del voto. El elector austriaco es exigente y cambia de partido con la misma alegría con la que cambia de compañía de teléfono móvil.
Las dos fuerzas que los aliados orquestaron tras la guerra para propiciar la estabilidad de este país pequeño, pero clave en el juego de los bloques (una socialdemocracia y una democracia cristiana cuyos popes practicaban el arte de nadar y guardar la ropa) se fueron a hacer puñetas con la irrupción en el mercado de Jörg Haider y su búsqueda de emociones fuertes. Desde entonces, menudean en la política austriaca los experimentos como el Partido Pirata (de los clics) o, directamente, los sustos, como el escalofriante ascenso de la ultraderecha de Strache, un protésico dental (no es criticar, es referir) que se había currado el voto de castigo y había conseguido rozar con los dedos el caladero de sufragios más jugoso: esa burguesía rural y urbana que, antiguamente, votaba conservador porque se lo indicaba su párroco pero que, desde que los curas le meten mano a los niños, se había quedado huérfana de dirección espiritual. Strache lleva años consiguiendo que esa gente, ese rebaño de vacas sin cencerro, se entregue a fantasías apocalípticas protagonizadas por inmigrantes de aspecto bestial, rostro taciturno y partida de nacimiento expedida en Anatolia.
Y en esto, llego Stronach.
Frisa la edad de nuestro hidalgo los ochenta años, y la seguridad que tiene en sí mismo no tiene límites. Stronach, quien sabe si aconsejado por los mejores politólogos que el dinero puede comprar, sabe que en Austria hay dos recetas que garantizan el éxito: por un lado la ruptura de tabúes (cosa nada difícil dada la querencia que tienen los partidos institucionalizados por el burladero verbal) y, por otro, el antieuropeismo. Combinar ambas cosas, por supuesto, hace que a muchos y a muchas se les haga el traste pepsicola.
Así pues, lo primero que ha dicho Stronach es que, si llega a canciller (cosa improbable, pero bueno), lo primero que hará será sacar a Austria del Euro. Dicha afirmación ha hecho que a muchos políticos austriacos se les hayan encogido los esfínteres. Al primero, al propio Strache, que ha visto cómo Stronach invadía el territorio montaraz que él lleva defendiendo tanto tiempo. Señal del escozor que le han producido las afirmaciones del neopolítico al protésico ha sido que Strache se ha apresurado a soltar contra Stronach todo tipo de denuestos, al tiempo que se esforzaba en mostrarse ante la opinión pública como “un trabajador más” (presa de sus contradicciones, claro, porque pasa sus vacaciones en Ibiza en una lujosa villa y lleva en la muñeca un peluco de cinco millones de calas).
La segunda reacción, quizá por imprevista, ha tenido mayor calado: el vicecanciller de esta república, Sr. Spindelegger (una persona de la que un amigo mío madrileño, que no conoce el respeto, diría sin dudar que es un pagafantas) ha sentido la necesidad de mandar una señal a sus votantes y ha abogado porque la Unión Europea arbitre mecanismos para poder darle una patada en el moneymaker a aquellos países que hagan trampa con su economía. Más que nada para que no vuelva a pasar lo que con Grecia cuya entrada en la Unión, a ojos austriacos, fue como si Carmina Ordóñez (que en paz descansa) hubiera pasado sin problemas un control antidopping.
Lo que ha quedado claro es que, con la irrupción de Stronach, se ha abierto la veda.
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