21 de Agosto.- Cuando yo era chico, mi profesor de Lengua (Española), Don Luis, nos preguntaba una vez al año las conjugaciones.
Nos colocaba por orden de lista entre su inquietante dedo índice y la pared, y nos iba haciendo avanzar o retroceder puestos dependiendo de nuestros aciertos o de nuestras equivocaciones. Daba diez segundos (a niños que acababan de hacer la primera comunión) para contestar a preguntas como esta:
–Segunda persona del plura del pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo “recular”.
Y tú pensabas (¡No hay dolor! ¡No hay dolor!) y emitías la respuesta.
Tras dos horas de tortura semejante, Don Luis repartía las calificaciones. Los tres primeros afortunados recibían sobresaliente (diez el primero, que solía ser un amigo mío que se llama Jose Luis y nueve los dos siguientes). Los siguientes cinco alumnos, notable. Aprobaba a otros veinte chavales y, al resto, les suspendía de más o menos gravedad.
Asimismo, la fila ordenada por los apellidos de cada uno se había transformado, conforme a los méritos, en una representación casi exacta de los estratos en que se divide la sociedad.
A veces, me tienta ver al electorado austriaco como a aquella fila de colegiales temblorosos que esperaba el veredicto del profesor. Los ocho primeros, serían la masa de votantes de los verdes; los veinte siguientes, los votantes de los grandes partidos ( ese grueso de nuestra entrañable campana de Gauss que forma la columna vertebral de la sociedad). El extremo sur lo formarían los votantes de la ultraderecha. Aquellos alumnos menos dotados por la naturaleza para entrar en filosofías y que tienen que conformarse con sucedáneos de comida, sucedáneos de trabajos regidos por sucedáneos de contratos y, cómo no, que exigen un sucedáneo de ideología política hecha a medida de unas entendederas cuyo nivel de complejidad alcanza apenas para leer los titulares del Marca.
Y, sin embargo, mientras veía ayer a Eva Glawischnig, capitana de los verdes austriacos, sufrir bajo el inquisitivo interrogatorio de Armin Wolf, yo me preguntaba ¿Nos iría a todos mejor si los verdes fueran una opción política menos minoritaria? Tengo mis dudas.
Está claro que, más que ninguna otra fuerza política, los verdes agrupan en Austria al progresismo, a esa “inteligentsia” cuyo concurso ha hecho avanzar a las sociedades a lo largo de la Historia. En Austria, votan verde aquellos a quienes Don Luis hubiera considerado dignos de las más altas calificaciones –aunque Don Luis,que leía el ABC diariamente, dudo que hubiera estado de acuerdo con muchos de sus postulados políticos-. Profesionales liberales, alta burguesía urbana que se informa y compra todo lo que saque la marca de Steve Jobs (que en paz descansa), disciplinados herbívoros, amantes de la soja y del tofu. Early adopters de todas las novedades que garantiza una situación económica pimpante. Gente guapa que se pasea en Vespa o en cochecito eléctrico. De hecho, la propia Glawischnig es un espejo de sus votantes: alta, guapa, vestida siempre a la moda, piernas interminables, salud dental perfecta. Glawischnig se desliza por el mundo con la misma ingénua confianza con la que un transatlántico surca los mares tropicales. Como si las tempestades no fueran posibles, como si la solución de todos los males estuviera al alcance de una cuenta bancaria propicia o de una idea genial, pergeñada en el último momento por una red de, citando a los Eagles, esos pretty pretty boys she calls friends.
Y quizá eso sea lo que le falta y lo que Armin Wolf dejó al descubierto ayer: que es demasiado perfecta, demasiado correcta, demasiado feliz, que vive en el mundo del “deber ser” y no del “ser”, que le cuesta ponerse en el lugar de las personas que no viven en su mundo de discusiones eternas, maridos feministas y niños de anuncio. Lejos, en suma, de lo que le preocupa al centro de la campana de Gauss: ese flagelo de los políticos.
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