La evolución del idioma es un proceso lleno de meandros. Los hablantes elegimos las palabras o las rechazamos dependiendo de muchos factores. Como el habla es siempre un proceso que se efectúa “de cara a los otros”, estos factores tienen que ver casi siempre con nuestra pretensión de mejorar nuestra apariencia o nuestra situación frente a los demás. Todos, al fin y al cabo, queremos que nos quieran.
Gonzalo, en su artículo de hoy, habla de una palabra que, debido a las inhumanas teorías que marcaron el siglo pasado, quedó manchada probablemente para siempre. Se trata de la palabra “raza”. “Raza” se tituló el único guión de cine que escribió Franco, bajo el sinónimo de Jaime de Andrade. Y, en nombre de un concepto diabólico y delirante, el de la “pureza racial” que hundía sus raíces en lo más perturbado (y perturbador) del siglo XIX, millones de personas murieron durante los años treinta y los cuarenta del siglo pasado.
Y, sin embargo, o siempre fue así, y el concepto de raza, en el mundo hispánico, fue una vez un concepto que buscaba una respuesta, no basada en la dominación estatal, de la realidad, casi física, que supone la afinidad cultural que une a los que hablamos español a los dos lados del océano. De esto, precisamente, habla el artículo de Gonzalo. Tan agudo y tan placentero de leer como siempre.
Ínclitas razas ubérrimas
El título de estas líneas no está sacado de ningún panfleto racista, ni se le atribuye a un teórico de la jerarquía de razas, ni si quiera tuvo el talento Adolfo Hitler de incluirlo en su Mein Kampf. Es el verso más conocido de la Salutación del Optimista del poeta nicaragüense Rubén Darío, paladín de la Modernidad. Porque el sentido panhispánico de la raza poco ha tenido que ver con las venenosas teorías raciales de los s. XIX y XX que todas las potencias europeas, no sólo Alemania, defendieron de hecho y de derecho.
Los crímenes cometidos en nombre de la raza y el afán de lo políticamente correcto desterraron para siempre un vocablo que hoy está proscrito en todas las lenguas. También en la española. Sin embargo, la empresa histórica de la Hispanidad, por su mismo origen mestizo ha sido todo lo contrario a la pureza racial. Y entre los muros blancos, juntaron las sangres, reza un conocido verso de Mario Monteforte. Antes de que los bárbaros subvirtieran su significado, la raza era el concepto hispánico habitual para referirse a la unidad de lengua y espíritu. Raza que le dio nombre oficial al 12 de octubre durante siglos y raza que inspiró a autores españoles y americanos que teorizaban una superación de la tosca noción de imperio. Más cultural que política, más espiritual que efectiva, más universal que territorial. No se entendería de otra forma en el contexto de la depresión poscolonial española y de los primeros escarceos estratégicos de Estados Unidos en Hispanoamérica. De hecho, la continua expansión del español en Norteamérica tiene mucho que ver con otros versos proféticos de Rubén Darío dirigidos al entonces Presidente Roosevelt: “Tened cuidado. ¡Vive la América española!”
Ayer hablando con un buen amigo, afincado en la deliciosa Bretaña francesa, sobre la jerarquía de los idiomas y la importancia creciente del español en el mundo, me previno en no despreciar la supuesta decadencia del francés porque los vínculos del mundo francófono siguen siendo muy poderosos. Es cierto. Como también lo es en el caso de la Commonwealth o lo sería en el caso de Alemania si no fuera la gran derrotada del siglo pasado. Sin embargo estos vínculos de las antiguas potencias coloniales, existen por la todavía preeminencia política de la metrópoli y la necesidad de conservar el vago recuerdo colonial. En el caso de España, el vínculo formal se disolvió hace mucho más tiempo y precisamente por eso adquiere más valor, porque ha sobrevivido a manipulaciones históricas o a limpiezas culturales que cíclicamente se han dado, y se siguen dando hoy, en Sudamérica.
En Viena en particular y en Austria en general, hace tiempo que francés e italiano dejaron paso al español como segunda lengua extranjera. Esto no es un fenómeno subvencionado por los famélicos fondos del Instituto Cervantes, que aunque tuviera, no sabría ni podría, sino que se trata de una tendencia global que alcanza de lleno a la primera potencia del mundo. A los hispanoparlantes nos llena por supuesto de legítimo orgullo, porque el idioma es un vehículo privilegiado de expansión cultural. Claro que si algún viandante vienés leyera en una placa pública la Salutación del Optimista, como la del Parque de Maria Luisa de Sevilla, pondría inmediatamente una denuncia en el juzgado de guardia por violación de la Holocaustsgesetz. Los hechos hacen la realidad, el resto son palabras polisémicas.
Gonzalo es ingeniero, tiene treinta años, y vive en Viena. En la actualidad, estudia Ciencias Politicas.
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