
29 de Agosto.- Querida Ainara: muchas veces me quedo mirando a Pauli y a Sofía, mis gatos, y pienso que, en lo único que realmente se diferencian de nosotros, los seres humanos, es en que carecen de imaginación. Son incapaces de prever ninguna versión posible del futuro, o de pensar cómo habrían sido sus vidas felinas si, en vez de tenerme a mí como amo, hubieran caido en manos de un veterinario o de una octogenaria o, en el caso de Sofía, si el vendedor de animales checo que la tenía en el escaparate, no hubiera tenido finalmente paciencia y la hubiera sacrificado por creerla demasiado fea para que ningún cliente la quisiera (el checo en cuestión era un gilipollas de mucho cuidao).
La fantasía, Ainara, la capacidad de elevar nuestro entendimiento sobre las exigencias perentorias del ahora y del aquí, constituye, qué duda cabe, una gran ventaja evolutiva. La capacidad de abstraerse de la realidad permite prever que las circunstancias cambian, permite adoptar cursos de acción más favorables para nuestra supervivencia. Sin embargo, a través de ella, del crudo realismo con el que a veces la utilizamos para pintar el futuro o para dibujar vidas paralelas que jamás podremos vivir, trae a nuestra alma el desasosiego, el miedo. La tristeza y la infelicidad.
Durante esta semana que hace que no te escribo, personas a las que quiero, procedentes de diferentes áreas de mi vida, me han contado problemas que, si bien se mira son, ante todo, fantasmagorías, engaños producidos por excesos de la imaginación. Un chico ha sabido que una exnovia, a la que dejó hace quince años, en nuestros tiempos de universidad, va a casarse con otro. Y el solo pensamiento no le deja vivir. Una mujer que tiene un trabajo seguro y lucrativo (en la medida en que un trabajo puede ser seguro hoy en día) no puede dejar de pensar en lo que sucedería si cayera enferma y la despidiesen. Otro, vive en una agonía pensando que, dentro de poco tiempo, cumplirá cuarenta años y que no ha alcanzado el techo profesional al que, después, cree que ya nunca podrá llegar.
Una de las claves de la poca felicidad que podemos gozar en este mundo reside en mantener a raya la imaginación y dejarla funcionar solo cuando la necesitamos de verdad. No dejar de repetir, como un mantra que, “si mi abuela tuviera dos ruedas no sería mi abuela, sería una bicilceta”, que las cosas son como son, que el pasado ni vuelve ni se puede cambiar, y que el futuro es rehén de tantas circunstancias que escapan a nuestro control que resulta un poco inútil preocuparse de él, o gastar energía en anticipar un dolor que, al fin y al cabo, puede que ni siquiera se produzca.
Creo, en definitiva, que ese es el sentido profundo de las palabras de Santa Teresa cuando dice que “es un gran bien para el alma no salir de la obediencia”. Obediencia a lo que la vida, con su incesante desgranar de minutos, va disponiendo para nosotros, sin anticipar o preparar más que lo justo y necesario.
Besos de tu tío.
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