
31 de Agosto.- Imaginen mis lectores: Viena: ayer por la noche. El convoy de metro entra en la estación de Längenfeldgasse. El bloguero va sentado en el sentido de la marcha junto con otros tres amigos. Con su vista superpoderosa, entrenada durante años para cazar la foto perfecta antes de que se produzca, localiza en el andén a una mujer más fea que un pie (con perdón). Mientras el tren se para, décimas de segundo antes de que sus compañeros la vean, dice, muy serio, mirándola:
–No me extraña que los modelos estemos tan bien pagados.
Sus amigos, que iban hablando de otra cosa, reaccionan con algo de sorpresa, miran en esa dirección y localizan al esperpento. La carcajada es inmediata.
Todo este proceso, que contado a cámara lenta tiene poca gracia, a la velocidad normal de la vida es el ejemplo típicio de la mecánica de un chiste español que un austriaco jamás hará.
La frase, aparentemente inofensiva, que activa la espoleta del chiste, está cebada de significados y funciona a muchos niveles. Por un lado, es una manera indirecta de decir “vaya callo malayo” y, como es lateral, resulta mucho más graciosa para el cerebro español, que está buscando todo el rato dobles sentidos en todo lo que se dice y, cuando se los encuentra, experimenta satisfación. Por otro lado, el hecho de que, quien la dice, esté lejos de ser modelo él mismo, desactiva todo lo que la broma pueda tener de cruel.
Muchas veces he escuchado decir a otros españoles que los austriacos no tienen sentido del humor porque son incapaces de realizar la operación tan compleja que he relatado en la primera parte de este post. No es verdad. Lo que sucede es que su sentido verbal no es, como el mediterráneo, esencialmente lingüístico, sino que tiene lo que podríamos llamar un fuerte componente situacional.
Para empezar, el sentido del humor español está basado en dos factores que están casi totalmente ausentes de la conversación normal austriaca: la velocidad y la dispersión.
Los españoles hablamos muchísimo más rápido que los austriacos. Muchas veces, cuando hablamos en alemán a la velocidad en que hablamos en nuestro propio idioma, los aborígenes no nos entienden. Pero no porque digamos las cosas mal, sino porque ellos no pueden asimilar todo lo que decimos a la velocidad en que lo decimos.
Por otro lado, la forma de pensar de un austriaco medio, propiciada por la educación que reciben, es secuencial. O sea: un tema después de otro, una línea de conversación después de otra. El cerebro español va cambiando de pista constantemente, como el reproductor aleatorio de un cd. El humor español se basa en el quiebro, en la frase imprevista que brota en mitad de una conversación sobre un tema totalmente distinto. Un fenómeno que, a la mayoría de los austriacos, les resulta bastante irritante.
Otro factor que hace imposible transplantar el sentido del humor español a tierras austriacas es que los aborígenes de este país sienten un gran respeto por lo que dice su interlocutor (demasiado, en mi opinión) y encuentran de sumo mal gusto utilizar sus palabras para jugar con ellas, aunque sea para hacer bromas. En Austria, hay algo sagrado a propósito del discurso del otro que hace que sea tabú, por ejemplo, hacer bromas con los apellidos o los nombres de la gente. Palabras, al fin y al cabo. Mi amigo J. –en últmo término, junto con L., el autor intelectual de este post- ponía como ejemplo el caso del alcalde de una pequeña gran ciudad austriaca. El caballero se llama de apellido Schaden que, en alemán, significa daños. Pues bien: a nadie se le ocurriría hacer con su nombre los chistes que, estoy seguro, ya se les han ocurrido a mis lectores.
Por otro lado, un austriaco no haría jamás el primer chiste que a mí me servía de ejemplo porque burlarse tan abiertamente de la fealdad de alguien aunque sea para burlarse de la propia acto seguido, para un austriaco es inadmisible. Demasiado agresivo. Tanto, que son incapaces de encontrar placer en la broma, porque les molesta.
La risa es una forma de defensa ante un ataque leve a nuestro sistema de tabúes. Cuando ese ataque es demasiado fuerte, la carcajada se convierte en una mueca helada.
A nosotros, los españoles, que hemos hecho chistes con cosas atroces, como los atentados del once de septiembre o la salvaje mutilación de Irene Villa –curiosamente, no con el once eme- nos pasa también esto cuando los austriacos hacen chistes sobre la muerte (tema predilecto en este país) o la enfermedad. O cuando se ríen del desorden o de lo que se considera vergonzoso. Cosas que a nosotros no nos hacen gracia.
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