!Relájese!

Fiiiiir !Mes!
Nada como el relax (A.V.D.)

 

Cuando la apariencia es perfecta, el cerebro tiende a imitarla. Una cosa que es muy útil recordar cuando uno se queda colgado, como el que esto escribe, en el ascensor.

10 de Octubre.- Querida Ainara (*): entre las excentricidades que los austriacos observan en mí está el llamar a tu abuela todos los días (bueno, a casa). Los aborígenes que están enterados de esta costumbre mía no se explican qué nos podemos contar tan a menudo, y se extrañan todavía más cuando se enteran de que, muchas veces, hasta se nos quedan cosas en el tintero.

Di que hace cosa de una semana, mientras estaba hablando con tu abuela, me subí al ascensor de mi oficina y apreté el botón para dar la orden de subirme al tercer piso pero, entre el primero y el segundo, el ascensor se quedó parado.

-Mamá, que me parece que me he quedado colgado en el ascensor.

-No puede ser.

-Que sí, joé. Que esto no se mueve.

Silencio al otro lado de la línea.

-Ay, por Dios, y ahora qué voy a hacer.

-Tranquilo, que no pasa nada. Ahora, te vienen a buscar y en paz.

Tu abuela y yo, después de largos años de telefonatas, nos conocemos los tonos. Y claro, yo me di cuenta de que, a a dosmil kilómetros de distancia, le estaban temblando las piernas, aunque no quisiera que yo se le notara. Intranquilo yo también, decidí quitarle hierro al asunto:

Bueno, por lo menos, de hambre y de sed no me voy a morir –venía de comprarme el almuerzo.

En los dos, Ainara, se había activado un mecanismo instintivo (o no tanto): el de intentar tranquilizar al otro a base de aparentar que no pasaba nada.

Cuando la apariencia de calma es lo suficientemente perfecta, nuestro cerebro tiende a imitarla. El resultado suele ser una rebaja considerable de la tensión ambiental. Esa rebaja, en cualquier grado, obra milagros en cualquier situación difícil. Porque el cerebro nervioso, Ainara, no piensa y tiende a bloquearse. Y en un momento en que uno necesita toda la inteligencia de la que pueda disponer, ese bloqueo puede ser fatal.

El título de este post remite a una historia que Billy Wilder cuenta en sus casi memorias, a propósito de lo que no se debe hacer para intentar tranquilizar a alguien: justo la táctica contraria a la de tu abuela y mía.

Contaba Wilder que el director de películas de sandalia y toga Cecil B. de Mille estaba un día en Hollywood ante un plató lleno de extras, de camellos, de papagayos equilibristas, de cleopatras sensuales, de danzarinas haciendo rotar el ombligo, de acróbatas ascéticos haciendo intrincadas figuras con el talón sobre la nuca. En fin: una escena complicada sobre la que tenía que hacer un plano de grúa que terminaba sobre un actor maduro, pequeñito y enclenque el cual, lanza en mano, tenía que decir una frase insignificante del tipo: “Ave César, los caballos están listos”.

A las diez tomas, De Mille, botas de montar, fusta en mano, tenía claro que el viejo caballero de la lanza estaba tan absolutamente acojonado por la presencia del director de cine (el cual, no solo era uno de los más taquilleros de la industria, sino uno de los mayores accionistas de la empresa para la que trabajaba) que era totalmente incapaz de decir su frase a derechas.

La cólera del irascible De Mille también iba en aumento, porque el bloqueo del anciano actor, sus rodillas temblequeantes, su mirada baja, su frente sudorosa, su maquillaje chorreante que había que retocar entre plano y plano, le estaban costando al Estudio y, por ende, a él, una pasta. A la toma veinte, De Mille, incapaz de controlarse, cogió un megáfono, lo puso a diez centímetros de la oreja del pobre hombre y, fuera de sí (aunque no su mejor intención) gritó:

-¡Relájese, hombre, RELAJESEEEEEE!!!!

Pues eso.

Besos de tu tío

(*)Ainara es la sobrina del autor

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