
En donde continúan las observaciones (que no pretenden sentar cátedra) sobre la gente de la calle en Barcelona.
30 de Octubre.- (viene de ayer) Todo el mundo que se haya ocupado un poco de la historia de la moda a partir de los años veinte del año pasado, sabe que, los que van arreglados son, generalmente, los pobres. O sea: los que tienen pasta son los que pueden permitirse el experimento de rajar los vaqueros.
Uno de los ejemplos de esta moda-pobre-pija que se enseñorea de ciertos sectores de la sociedad barcelonesa son los zapatos Camper. La firma, con un sentido del marketing infrecuente en España, vende la marca acentuada en la primera A, dándole al término un aire anglosajón. Sin encambio, que diría el clásico, la marca es mallorquina y Camper viene del mallorquín CampEr, o sea, campero. Los zapatos Camper son complemento indispensable de todo el que, aquí, quiera pasar por “moelno” y constituyen uno de los puntales del look engañoso al que me refería ayer. La apariencia, es de que, antes de salir a la calle, has tapado tu desnudez con lo primero que has cogido del armario ( esa camiseta que utilizaste para pintar el piso que compartes con los coleguis) pero en los pinreles llevas más de cientocincuenta euracos.
“Es que son de calidad, maca”. Ya.
Cohn-Bendit, hoy parlamentario europeo y ayer cabeza visible de otra revolución pija (la del sesenta y ocho) también venía de una de las familias con el riñón mejor cubierto de aquel París.
Por último: la lengua. Constato (y me alegra) que en Barcelona reina un bilingüísmo naturalísimo y feliz. Una cosa solo me llama la atención. Todo está escrito en catalán (por ley los comercios tienen que rotular en esa lengua y es una cosa que provoca algún que otro resbalón lingüístico a mis acompañantes, que cuentan con algunos rudimentos de castellano) bueno, a lo que iba: todo está escrito en catalán pero pongamos que el setenta por ciento de la gente, por la calle (y probablemente para chinchar a la Generalitat) habla castellano. Los chavales que van a la universidad (se despiden con un “que vaya bien”, decíamos ayer), los albañiles que están intentando demoler el edificio en el que duermo, las señoras que compran en el Lidl, la simpática “oenegista” que me pide comida para los vecinos del barrio. En fin. Todo quisqui. Si alguien se dirige a mí hablando en catalán y le contesto en castellano –no porque no le entienda, sino porque mi catalán no da para contestar con el salero que yo quisiera- el cambio es automático y sumamente cortés. Poniendo la antena, eso sí, se detecta cierto desequilibrio en la proporción entre castellano y catalanoparlantes en los seres humanos menores de catorce años.
En esto, como en todo, parece manifestarse de nuevo la separación entre el Gobierno (central y catalán) y la población en general. Ni rastro de la Nación Catalana a la que la vesania parafascista del Gobierno Central impide manifestar su mismidad lingüística; ni rastro tampoco de los pobres niños peperos que reciben collejas en el recreo de sus crueles condiscípulos con padres de esquerra o de CiU si hablan castellano en el recreo.
Yo, como dije ayer, dejo aquí todo esto. Cada cual que elija su propia aventura.
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