Como los lectores de Viena Directo saben ya, me gusta abrir el blog de vez en cuando a personas que tienen cosas interesantes que contar. Este es el caso, obviamente, de mi amigo Ignacio Delgado (no desvelaré el seudónimo con el que normalmente firma sus comentarios en este blog). Antiguo residente en Viena, persona listísima y con un corazón que no le cabe en el pecho, el cual hoy en día habita junto con su santa en la bulliciosa metrópolis cairota.
Suya es la crónica de una ascensión al monte Sinaí que traigo hoy a Viena Directo y supongo que, al terminar de leerla, no seré el único que piense que el mundo se está perdiendo un gran escritor.
Sin más, ahí va el texto, para cuyo título encontrarán mis lectores razón en él.
Jebeliyya, beduinos rumanos
El guía da un par de palmadas y nos apremia a apretar el paso. Su eco resuena en el valle y algunos camellos balan a modo de respuesta. Es noche cerrada. Arrastramos los pies e intentamos sacudirnos el cansancio, pero los sueños que acabamos de abandonar en el minibus se resisten a dejarnos partir. Queremos entablar conversación, pero emitimos ininteligibles balbuceos y reímos sin motivo. Caminamos con torpeza. Resbalamos con los guijarros, tropezamos con las piedras que jalonan el camino. Aturdidos, hemos de fiarnos de nuestros adormecidos sentidos y de las débiles luces de un par de linternas. Sombras con keffiyeh apostadas en la orilla del camino nos ofrecen camellos que no podemos ver, pero a los que podemos oler y, por momentos, oír.
La pendiente, suave al principio, comienza a hacerse más pronunciada. A nuestra espalda, el monasterio de Santa Catalina del Sinaí empequeñece con cada paso que damos, las luces que lo iluminan se hacen más tenues. Dos mil doscientos ochenta y cinco metros hasta la cima. Quizá la oscuridad que tantas celadas parece tendernos sea en realidad una aliada. No ver, no padecer, no sufrir de antemano ante la visión del coloso. Caminar a ciegas, guiados por la fe, el orgullo, la esperanza, la ambición y la pericia de un buen guía. El perfil del Monte Sinaí permanece oculto. Todo un mensaje: todo lo que tienes es el paso que das, el camino que pisas o, caminante no hay camino se hace camino al andar. Me asusto de mi mismo: apenas cinco minutos de ascensión y ya tengo revelaciones. Las dejo ir y me centro en el camino que estoy caminando, en el paso que estoy dando. Vuelvo a resbalar.
– Como no apretéis el paso, no llegaréis a ver el amanecer, repite el guía. Sois muy lentos, dice, zumbón, el guía tratando de espolear nuestro perezoso orgullo. Ya deberíamos estar mucho más arriba.
El guía parece inmune a los tropiezos. Su paso es ágil. No piensa donde posa sus pies, simplemente camina. Cada pocos metros, vuelve la vista hacia el somnoliento rebaño que le ha tocado pastorear para envidia de los colegas que se han quedado sin un turista que llevarse a la boca al pie de la montaña y sacude la cabeza con resignación. Cuando su paciencia se agota, bate palmas. Clap, clap, clap. Y las cabezas de su rebaño se levantan pidiendo clemencia.
Mi corazón incrementa su ritmo de bombeo según las pendientes se hacen más pinas. Mi pulso se eleva. Mis piernas se hacen ligeras. Una ráfaga de viento cae sobre mí como un balde de agua fría y arrastra mi cansancio montaña abajo. Me pongo a la par del guía y comenzamos a charlar. No puedo ver su rostro ni él el mío. Entablamos un diálogo de sombras. Le interrogo acerca de la ascensión. Le pregunto por su record personal. Cuarenta y cinco minutos, me responde. Sin turistas, claro, aunque otros guías lo han hecho en menos tiempo. Me cuenta la anécdota de un grupo de turistas ingleses que subió a toda velocidad y sin paradas. Me pregunta de dónde soy. De España, respondo. Y me cuenta la historia de un grupo de peregrinos españoles que inició la ascensión a paso ligero y la terminó a trote gorrinero. Le hablo de la querencia española por las arrancadas de caballo y las paradas de mula. Reímos juntos. Pocas cosas acercan más a los humanos que la risa compartida.
Hablamos de todo un poco y de nada mucho. Se queja de la falta de turistas, de la falta de trabajo, de la pobreza, de la falta de perspectivas. Tiempos difíciles para los beduinos. Le pregunto si hay mucha competencia para trabajar como guía en el Monte Sinaí.
– No, aquí sólo trabajamos los Jebeliyya, dice, no sin una pizca de orgullo.
Un breve silencio, el crujir de la arena bajo los pies, guijarros que ruedan pendiente abajo, vista atrás para comprobar que no nos hemos despegado demasiado del resto del grupo. Si quería crear expectación, lo ha conseguido con creces. Vuelve a tomar la palabra.
– Los Jebeliyya (de Jebel, montaña en árabe) somos rumanos.
Creo no haber oído correctamente, haber sido traicionado por mis duros oídos.
– ¿Rumanos?
– Sí, rumanos, responde categórico.
Llevamos las ciudades y países que hemos habitado con nosotros allá donde vayamos y basta una mención, unas palabras captadas de pasada aquí o allá en un idioma que nos resulta familiar para evocar aquello que han dejado en nosotros. Es por ello que no puedo sino sorprenderme y sentir cómo mi simpatía hacia el guía y hacia aquella montaña crece exponencialmente al oír la palabra rumano. Los recuerdos de Rumania se apelotonan, mezclan y entrecruzan y, por un instante, me siento tentado a dejarme llevar por la nostalgia, pero no cedo. No cedo porque me come la curiosidad, porque estoy en la Península del Sinaí, a mil ochocientos kilómetros al sur de Bucarest, en Egipto, ascendiendo la montaña de la que Moisés descendió portando la Tablas de la Ley y un beduino de la tribu de los Jebeliyya afirma ser rumano. La curiosidad me dice que detrás de las palabras del guía hay, sin duda, una historia que merece la pena ser contada.
– Soy todo oídos.
– En el siglo VI d.C., el emperador bizantino Justiniano ordenó la construcción del monasterio de Santa Catalina. Sin embargo, el monasterio, debido a su emplazamiento, se encontraba desprotegido, a la merced de ladrones y salteadores de caminos. Justiniano envío a doscientos soldados y a sus familias al Sinaí para proteger el monasterio y a los peregrinos que allí acudían a orar. Cien soldados fueron enviados desde Egipto y otros cien desde distintas partes del Imperio Bizantino, principalmente de las costas del Mar Negro, de un lugar conocido como la Montaña Negra. Los soldados enviados desde Egipto fueron llamados Bni Saleh (hijos de Saleh) y los que provenían del Mar Negro El-Lakhmeen. Según las leyendas, la mayoría de ellos eran rumanos, macedonios y griegos. Por eso los Jebeliyya nos definimos como rumanos, porque nuestros ancestros vienen de allí. Estos soldados se encargaban de proteger a los monjes, construir las defensas del monasterio, cultivar la tierra y cuidar del ganado. Fueron los primeros pobladores del Sinaí. Llegaron aquí antes que las otras tribus beduinas. Sólo ellos pueden trabajar en la montaña.
Bromeo con él. Le digo que quizá sea la única persona en el mundo que se declara rumano sin serlo. No entiende lo que quiero decir. Le cuento que los rumanos suelen tener una visión injustificadamente pobre de sí mismos y que, aunque cada vez en menor medida, creen que el sol brilla con más intensidad fuera de su país. El eco de mi frase se desvanece en un incómodo silencio. Pasan unos largos segundos. El guía está pensativo. Empiezo a temer haber herido su orgullo con mi torpe comentario. Me siento estúpido.
Conversar es negociar significados: entender el sentido que nuestro interlocutor le da a sus palabras y, al mismo tiempo, explicar lo que las palabras que pronunciamos significan para nosotros. Es en esa traducción, en ese distinto significado que cada uno le imprime a ciertas palabras donde se originan todos los malentendidos. Cuando yo hablo de Rumania, hablo de la Rumania que conozco: de Suceava, de Bucarest, de Cismigiu y Lipscani, de noches interminables de conversación, café, cerveza y cigarrillos, de generosos amigos, de supervivencia y picaresca, del ingenio imponiéndose a la adversidad, de las librerías de viejo del metro de Universitate, del complejo del patito feo, del brillante y negrísimo sentido del humor.
Y allí, a mi lado, casi hombro con hombro, está el guía, para quien Rumania es un territorio de leyenda, el lugar de origen de su tribu, el escenario donde quizá transcurrían los cuentos que escuchó en su infancia, una época histórica, un territorio que lentamente se va adentrando en el terreno de la ficción. Sabe, sin duda, que existe un país que se llama Rumania y ha guiado a cientos de turistas rumanos hasta la cima del Monte Sinaí, pero esa Rumania nada tiene que ver con las orillas del Mar Negro en el SigloVI d.C., con los soldados y las familias que, por orden del emperador Justiniano, tuvieron que dejar la “Montaña Negra” y llamar hogar al desierto.
Entre nosotros una brecha de siglos. Entre su Rumania y la mía: la Historia, la adaptación al duro clima e inhóspito terreno, la agricultura y el pastoreo en los valles, la conversión al Islam de los Jebeliyya, la llegada de otras tribus beduinas procedentes de la Península Arábiga y Palestina, la inevitable y sana mezcla con otras tribus beduinas, la lucha por mantener sus derechos sobre la montaña, la transmisión oral, los relatos sobre los orígenes de los Jebeliyya, la llegada del turismo.
La conversación se apaga. A nuestra espalda, las voces del grupo suenan más animadas. Nos acercamos a uno de los pequeños cafés donde el guía reagrupa al rebaño. Un penetrante olor a marihuana invade mi pituitaria. Grupos de peregrinos toman aliento para afrontar el siguiente tramo. Sopla un viento gélido. Los camellos rumian alfalfa. Los guías intercambian saludos, cigarrillos, e impresiones. Más allá del café, se abre el enorme vacío de la noche cerrada. Se presienten los escarpados muros de la montaña gracias a los flashes de las cámaras. El guía se impacienta. Quiere reanudar la marcha. Me mira y me sonríe con franqueza. No hay orgullo herido. Todo ha ocurrido en mi imaginación. Todo está bien entre nosotros.
Las primeras luces del día nos descubren colores que la noche había velado. La montaña es de color rojizo, terracota, ocre. El guía nos pide atención.
– El sol saldrá sobre las cinco y cuarto así que no os queda mucho tiempo si queréis llegar a la cima.
En la cima, grupos de peregrinos y turistas madrugadores toman posiciones en una roca que se asoma al abismo. Veo una pequeña mezquita y una pequeña iglesia separadas por apenas unos metros, pero apenas les presto atención pues busco un lugar en el que dejarme caer y contemplar el amanecer. La calva roja del sol asoma tímidamente entre las montañas. Se oyen gritos de excitación, grandes y largos oooooohhhs. En apenas un minuto, un círculo rojo comienza a iluminar las montañas. Su luz se posa sobre ellas con delicadeza, dándoles un intenso tono rojizo y ocre. El sol se despereza lentamente. Una sonrisa cruza los rostros de todos los espectadores. Segundos después se desata la euforia. Los rostros con los que me cruzo sonríen. Hay abrazos, besos, palmadas en la espalda, miradas de complicidad. Hay promesas firmes y propósitos de enmienda que probablemente se olvidarán en el camino de vuelta. Hay un constante hormigueo de gente moviéndose por doquier, explorando cada ángulo, cada rincón de la cima, buscando ese rincón que nadie haya pisado, ese momento de soledad tan caro de conseguir en los tiempos del turismo de masas. Imagino que allí buscan iluminación, una señal divina, efímero recogimiento.
Me giro y, entre la muchedumbre, veo a nuestro guía. No mira a nada ni a nadie en particular. Sólo espera a que el grupo termine de hacer fotos. Me doy cuenta de que es la primera vez que veo su rostro, de que antes sólo lo había intuido bajo la débil luz de las linternas. Hay en él algo que me resulta vagamente familiar, pero que no soy capaz de identificar. Y de repente me asalta. Eureka. El tono de su piel es más oscuro y una leve mancha asoma en la parte superior de su frente — la marca que deja la oración al posar la frente sobre el suelo cinco veces al día durante años –, pero he visto ese mismo rostro, esa misma forma de esperar en los andenes de Gara de Nord, en las paradas del tranvía de Bucarest cuando la nieve se convierte en granizado de fango, en los portales de Dristor al llegar la primavera, a orillas del Mar Negro, entre los pescadores de Constanza. Un rostro que contiene todos los rostros anónimos observados en otro lugar. Los rumanos del Sinaí. Sí, llevamos los países que hemos habitado con nosotros donde quiera que vayamos.
Ignacio Delgado estudió en Bucarest parte de su licenciatura en periodismo. Actualmente, vive en El Cairo.
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