
Al que madruga, Dios le apoya. A las nueve menos veinticinco ya estábamos mi madre y yo, como se suele decir, en dependencias policiales. Verán mis lectores por qué.
26 de Diciembre.- Stephanitag. Día de San Esteban, patrón de Viena. Una de las cosas que, como español, no se pueden hacer en la capital de los valses, es renovar el carnet de identidad. Para el DNI, uno tiene que hacer comola Virgen y San José y acudir a su lugar de origen para que le censen.
Y hoy ha sido el día.
A las nueve menos veinticinco, esto es, a la europea, ya estábamos mi madre y yo en la comisaría de policía correspondiente.
Al intentar entrar en las dependencias, nos han informado de que hasta las nueve, los señores funcionarios “no se sentaban” y que no se podía pasar ni siquiera para esperar. Como en la calle hacía frío, mi señora madre y yo nos hemos refugiado en la antesala de las oficinas en donde se denuncia que uno ha sido víctima de un delito.
La habitación, como de diez por diez, respondía a todos los tópicos que uno asocia a las comisarías de policía (de América). Esos mismos que se empeñan en contradecir en las series de televisión (españolas), las cuales siempre muestran estos edificios en un flamante estado de conservación. Sillas de metal, desconchones en las paredes y una fila de manchas negras, sobre cada asiento, huella de largas horas de espera con las cabezas grasientas apoyadas en la pared. Bajo un tablón de anuncios, en el que se indicaba que existían formularios de quejas y sugerencias (por si el público asistente deseaba hacer notar su opinión) un tosco cartel impreso puntualizaba que las denuncias efectuadas por internet tenían preferencia sobre las presenciales. O sea, y traducido al lenguaje de la calle: no estamos aquí para que usted nos cuente su vida. Escribanos un correo electrónico contándonos lo del tirón y luego ya se verá.
Mientras esperábamos, números uniformados y otros vestidos de los New Kids on the Block (o sea, la policía de paisano) iban y venían. En la pared que yo tenía más a la vista, un cartel saludaba el trigésimo aniversario de la incorporación de la mujer a las labores de persecución de los chorimanguis (1979-2009).
Conforme fueron pasando los minutos, la habitación se fue llenando de lo que a mí me pareció que era una muestra aleatoria de los ciudadanos de esta nueva España que poco tiene que ver con la que sale en Amar en Tiempos Revueltos (a partir de ahora “Amar es para siempre”). Un matrimonio de marroquíes jóvenes con un chiquillo de tres o cuatro años. Pobres (saltaba a la vista) pero muy dignos. El chavalín les hablaba a sus padres en español y ellos le respondían como si estuvieran en Rabat. Igualito que en tiempos de Alfonso X el sabio, el emperador de las tres religiones.
Una madre y una hija, altas las dos. La hija bellísima, por cierto. La madre, asiática. La hija, mixta, de jamón y queso. Las dos hablando en un chino perfecto. Un Tyson Alexander también acompañado de su madre. Peinado algo cimarrón, pendiente de diamantito, sangre de reggaetón en las venas. La madre, recortadita (la dieta peruana, se conoce), el chaval criado con Cola-Cao, alto y esbelto.
Un padre y una hija, españoles esta vez para variar, que venían a renovar el pasaporte. La niña se va a algún país de Europa (a pesar de tener la antena puesta no he podido saber a dónde) a buscarse las habichuelas.
Ya en la sala en donde se renovaba la documentación, nos ha atendido una funcionaria con el pelo corto, pinta de profesora de bilogía de instituto de secundaria. Muy cortés, aunque algo alicaída (porque lo de trabajar de cara al público, aunque sea a sueldo del Estado, es muy esclavo, se mire por donde se mire).
Mientras uno ponía los dedos en el escáner, en la mesa de al lado otra funcionaria le explicaba a un adolescente cómo se escribía la palabra “Recibí” (manda cojones, con perdón; quizá no estemos tan lejos dela España de Amar en Tiempos Revueltos, cuando un chaval de quince años no sabe escribir la primera persona del singular del pretérito perfecto simple del verbo Recibir).
-¿Y qué tal te va en Viena?
-Pues muy bien, la verdad.
En la pantalla del ordenador aparece mi foto de 2003 y la de ahora.
-Joé, qué mal me ha sentado vivir en Viena. Qué mayor estoy, caray.
La funcionaria me mira, se le cuelga de la comisura de la boca una media sonrisa.
-Son diez años, hijo. Nos pasa a todos.
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