Para mi madre, en homenaje a su paciencia y a su admirable mano izquierda
El ciudadano que, por estas cosas de la vida, se ve obligado a bregar con la Administración, sólo puede hacerse una pregunta ¿Por qué?
23 de Enero.- Querida Ainara (*): en principio, el funcionariado es un gran invento. Sin coñas. Sobre todo en un país como España, tan dado a organizarse en bandos irreconciliables, y en donde cualquier cambio de poder provoca un ventarrón que derriba de su silla a todos aquellos que no estén firmemente atados a ella por un concurso oposición.
La existencia del funcionariado, desde este punto de vista,suele justificarse por la necesidad de que haya un cuerpo de trabajadores del Estado cuya labor no se vea interferida por los vaivenes políticos.
Hasta aquí, fenomenal.
Ahora bien ¿Cuál es la realidad? : el ciudadano que tiene que bregar con la administración pronto se da cuenta de que sus criterios de trabajo, aprendidos en empresas “normales” sujetas al acicate de la competitividad, no son de aplicación cuando uno trata con los funcionarios.
Esta clase particular de trabajadores, no sólo ve su labor obstaculizada por unos medios que dejaron de ser modernos en 1950 (tirando por lo alto), sino por una mentalidad de (falta de) servicio al cliente que, en otras circunstancias, (en una empresa normal, me refiero) les hubiera granjeado un despido fulminante.
Son acusaciones graves, Ainara, pero desgraciadamente he tenido que sufrir en mis carnes (y tu abuela en las suyas, que es la que me ha hecho todos los trámites) las consecuencias de este estado de cosas.
Verás:
A principios de la década pasada, en cuanto conseguí mi primer contrato indefinido, me compré un modesto piso en un suburbio madrileño.
El piso permaneció vacío hasta hace poco tiempo. Sin embargo, hace dos años, surgió un programa de alquileres incentivados por la Comunidad de Madrid , incluí mi casa en él y, desde entonces, tengo unos inquilinos supermajos que me pagan todos los meses (toquemos madera).
Naturalmente, como soy un ciudadano responsable y no pertenezco a ningún partido político (cosa que, por lo visto, da autorización en España para trincar impunemente a troche y moche) me dispuse a declarar ante Hacienda los ingresos (magros) que percibo por el alquiler de la vivienda en cuestión. En el curso de una de mis vacaciones en España, acudí junto con tu abuela a una de las gigantescas oficinas que la Agencia Tributaria tiene en Madrid. Allí, descubrí lo que se ha convertido en la tónica general de nuestras relaciones con Hacienda en los meses siguientes: por un lado, que una desafortunada epidemia de estreñimiento crónico hace estragos en la amabilidad de muchos de los currantes de aquella Santa Casa y, por otro, que visto el conocimiento que las personas que allí faenan tienen de mi problemática, debo de ser el primer español que se ha ido a vivir al extranjero.
En aquella primera visita, a tu abuela y a mí nos dieron las noticias más contradictorias para conseguir que el Estado, gracias a la miseria que le pago, pueda seguir haciendo trenes de alta velocidad. Mi caso, sin duda, era tan inaudito (¡Un español! ¡Con una propiedad en España! ¡Vive en otro país de la Unión!) que nos fueron rebotando de funcionario en funcionario hasta llegar a una señora próxima a las sesenta primaveras, la cual, con gesto agrio, nos tendió una copia de un formulario, hizo cuatro círculos en otras tantas casillas, nos dio unos códigos (secretos o casi, deben de ser, porque encontrarlos por nuestros propios medios hubiera sido casi misión imposible) y nos dio a entender que no quería vernos el jeto “más nunca” en su vida, que ya había trabajado bastante (por cierto, la persona a la que había atendido antes que a nosotros era una señora que le hablaba en inglés –es un negociado que se ocupa de asuntos internacionales-; ante la imposibilidad de esta funcionaria de comunicarse en la lengua de Obama, la señora no tuvo más remedio que irse).
Lo dicho: en una empresa normal ¿A quién se le ocurriría poner al frente de un negociado internacional a alguien que no sabe una palabra de inglés?
Pues bien: dos años después de estar declarando siguiendo puntualmente las instrucciones de Hacienda, nos llega una carta diciendo que llevamos dos años haciéndolo mal porque, por lo visto, no utilizamos el formulario correcto (el formulario, por cierto, que los propios funcionarios nos habían jurado por la cabeza de sus hijos que era el que había que usar). Hartos de que nos toreen, nos vamos a una gestoría (una excrecencia del sistema funcionarial: los funcionarios utilizan al personal laboral externo para poder comunicarse con las personas de a pie, lo mismo que los búfalos utilizan a las aves que se alimentan de parásitos para que les libren de ellos).
En la gestoría, previo pago , nos hicieron los papeles siguiendo lo que parecía que Hacienda, en algún momento, había dicho que era el procedimiento concreto. Por no alargar más el cuento, diré que, por supuesto, no era verdad, y tu abuela se ha tenido que dar varios viajes más en los cuales le han dado tres respuestas diferentes sobre el procedimiento correcto para rellenar unos papeles cuya parte más complicada, a primera y engañosa vista, es averiguar el veinticuatro por ciento de una cantidad. A sus ruegos para que los funcionarios que la atendían se pusieran de acuerdo, ha tenido que escuchar cosas como “a mí no me pagan para eso, señora” (sic) y otras por el estilo.
Ante eso, Ainara, uno se pregunta ¿Por qué? ¿Por qué la administración no puede funcionar como una empresa normal, en la que se analicen los procesos con el ánimo de hacerlos más eficientes? (y uno, cabreado, mohíno, no tiene más remedio que responderse: porque si se hiciera así, habría que echar a la mitad de los funcionarios a la calle) ¿Por qué no existe un registro centralizado de información, con unos servidores como Dios manda? ¿Por qué la administración no puede ingresar en la normalidad del resto de las empresas?
Esta carta es fruto de un cabreo: el que siente un ciudadano que, a pesar de querer hacer las cosas bien (uno cree en el efecto redistributivo de los impuestos) encuentra serias dificultades para hacerlas.
Besos de tu tío.
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