Sigue el camino de baldosas amarillas

Bolas de cristal
A.V.D.

 

Tío y sobrina unidos en la distancia por el amor a un clásico del cine de todos los tiempos: El Mago de Oz, de Victor Fleming.

 27 de Marzo.- Querida Ainara: gracias, supongo, a los buenos oficios de tu padre, en estos momentos estás enamorada de El Mago de Oz (1939, Victor Fleming); exactamente como tu padre y yo estuvimos enamorados de esa película en nuestra infancia.

Como la hemos visto tantas veces desde que, en algún momento de 1983-84, la alquilamos en un videoclub que ya no existe (para un sistema que ya no existe, el Betamax), tu padre y yo nos sabemos frases enteras de memoria y yo, que soy más cantarín, muchísimas de las canciones.

Aún decimos lo de “Hoy es el día de la independencia, para todo pequeño y su descendencia” (si la tiene) y el corazón se nos esponja cuando escuchamos los primeros compases de Over The Rainbow, una de las canciones más bonitas que se hayan escrito nunca, en una interpretación –la de Judy Garland– que sólo podía salir de una niña a la que el mundo del espectáculo le robó la infancia.

Cuando tu padre me contó lo mucho que te gusta El Mago de Oz, tengo que confesarte que me moría de envidia.

Envidia por ti, porque tuviste la suerte de ver por primera vez una película que está tan llena de fantasía y de imaginación, de auténtica inocencia y de bondad. Y naturalmente, me sentí morir de envidia por tu padre, porque pudo ver en vivo tu emoción al disfrutar por primera vez de las aventuras de Dorothy (para ti Dorita, porque habrás visto la película con el doblaje español de los primeros cincuenta), el espantapájaros, el león cobarde y el hombre de hojalata. Y el hada Glinda, y el Caballo de Diferente Color, y la Ciudad Esmeralda, con sus torres art decó.

Después de mucho tiempo –quizá años- ayer volví a ver El Mago de Oz, porque uno de mis alumnos de español no la había visto todavía.

Y tengo que confesarte que hubo muchos momentos en que se me saltaron las lágrimas, como siempre que me pasa al contemplar algo de extrema belleza o cuando recupero un trozo de un pasado mío que ya no volverá nunca.

Mi amigo se asombró al ver también que El Mago de Oz fue la semilla de muchas otras películas que también han pasado a formar parte de la cultura popular, y es un juego muy curioso empezar a ver semejanzas. Hay trozos de El Mago desperdigados por El Señor de Los Anillos, en El Retorno del Jedi, en los Simpson, en O Brother, Where Are Thou?. Una de las mejores canciones canciones de Elton John se llama precisamente “Goodbye Yellow brick road” y, hace poco, Over the Rainbow aterrizó de nuevo en las listas de éxitos por obra y gracia de un hawaiano aquejado de obesidad mórbida que empuñaba un oukelele.

Para ti es muy pronto para apreciar todas estas cosas, pero llegará el día en que podrás hacerlo y lo harás casi sin darte cuenta porque, en el momento adecuado, alguien abrió las ventanas de tu espíritu, para que la luz pudiera entrar.

Tu padre y yo, sin embargo, también hablamos ayer de otra cosa. No se nos oculta –y ,si así fuera, pecaríamos de un optimismo que, en las circunstancias actuales, está fuera de lugar- que, con la manera en que todos te estimulamos para que encuentres interesante y divertido el hecho de aprender, propiciamos en cierto modo que gustes la cierta soledad que nosotros también sentimos en algún grado cuando éramos niños.

Una soledad que no es irreversible y definitiva, claro, y que se arregla cuando encuentras en la vida a gente que también ha tenido tiempo de aprender que para ver al grande y poderoso Oz no hay más que seguir el camino de baldosas amarillas. Un camino que a veces lleva muy lejos de casa.

“Ainara también va a ser una emigrante”, me decía tu padre ayer.

Pues eso.

Muchísimos besos de tu tío

 


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