Si me das 600.000 no me c*go en tu lata

12  de Abril.- Cuando uno piensa en algunas personas, no pueden dejar de venirle a la cabeza algunas imágenes sugestivas. Por ejemplo, ese cazo incómodo que solo se usa para cocinar cuando es preciso, pero que uno no tira, porque está nuevo y da pena (y claro, como se usa poco, pues sigue permaneciendo nuevo y no hay manera de deshacerse de él). O una de esas prendas perfectas pero feas por algún motivo inconcreto, de las que el tendero no puede desprenderse por más que rebaje el precio. Objetos que ruedan de mano en mano, de rebaja en rebaja, de fondo de armario en fondo de armario, hasta que el dueño topa con una pareja más asertiva que él y que los factura al contenedor más cercano.

Con ciertas personas pasa igual. Van de aventura en aventura, de trabajo en trabajo, de quimera en quimera, de amor en amor sin terminar de cuajar nunca en ningún sitio. Siempre confundiendo la realidad con el deseo, a la persona de la que se enamoran con el personaje que se inventan, viendo en cada negocio en el que aterrizan un mapa exacto de la isla del tesoro. Suelen acabar mal porque, el día menos pensado, el pasado se cierne sobre ellos como una avalancha y se quedan sin puntos en el carné de la vida.

Georg L. es un hombre de 47 años, en paro, con dos hijas. Residía (hasta el miércoles) en Viena. Probablemente, no recuerde con cariño el año 2012. En algún momento de esa serie de 365 jornadas aciagas, quebró su último negocio: una tienda de ropa. Su situación financiera empezó a hacerse apurada. Tuvo que dejar su casa y mudarse con sus hijas a un piso más modesto del sur de la ciudad. Sin  embargo, en febrero de este año, quizá después de sufrir la cara agria de su consejera del AMS, el servicio público de empleo austriaco, o quizá desesperado por el marcaje del más agresivo de sus acreedores, Georg L. emprezó a tramar un plan. Seguramente que fuera descabellado a él le pareció la garantía más segura de su éxito final.

Nuestro hombre se puso en contacto con Red Bull, fabricante radicada en Salzburgo del brebaje homónimo. Como primera medida, lo hizo utilizando una prolija carta (tres páginas) en la que detallaba sus pretensiones. Amenazaba al consorcio austriaco con introducir latas envenenadas con partículas fecales en puntos de Austria al azar. Para conjurar el peligro, la multinacional solo tendría que aflojar 600.000 euros.

Es probable que en Red Bull se tomaran la primera carta un poco a chufla, pero Georg, previéndolo, no desistió, y siguió enviando correos electrónicos. En la sede central de Salzburgo empezó a cundir la intranquilidad. Participó la policía. Se dio aviso a los medios para que difundieran la noticia, quizá con la esperanza de impetrar la colaboración ciudadana.

Por fin, las fuerzas especiales de la policía austriaca se pusieron al trabajo. Esta semana se acordó con el chantajista la entrega de la cantidad de dinero en un punto tan céntrico de Viena como es la plaza de la catedral. Se dejó allí una bolsa de deporte que contenía el pastizal. Inseguro, Georg L. envió a los mensajeros de Red Bull a otros cuatro lugares. Ignoraba que, en la bolsa de deporte también había un transmisor. Un error de principiante. Los policías austriacos le dejaron recoger la pasta de un contenedor y luego le siguieron hasta su domicilio, en el que entraron y le detuvieron.

No era el piso modesto del principio de nuestra historia. Contando con ir a recibir una cantidad de dinero considerable, Georg L. se había mudado meses atrás a un chalet situado en una zona más elegante de la ciudad. El pobre.

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