19 de Abril.- En Austria sucede anualmente un fenómeno que no por menos previsible resulta menos virulento. Yo lo llamo “la explosión”. Y consiste en lo siguiente: cuando el invierno ya resulta una carga prácticamente irresistible, cuando uno se levanta, mira por la ventana, y se acuerda de los muertos del que se dejó la máquina de la nieve puesta, de pronto, sin previo aviso, aparecen los primeros días de sol. El primer día por encima de los diez grados es un triunfo. Cuando se alcanzan los doce quisieras bailar en pelotas por la calle. A los veinte, claro, acaece la explosión.
En Austria, las plantas, como si quisieran aprovechar los rayos del sol en previsión de nuevas nevadas, florecen de pronto. En cosa de tres días todo se pone verde, amarillo, blanco, rosa, los pájaros que han sobrevivido al crudo invierno inflaman el aire con sus trinos. Los informativos en la televisión se acuerdan de que el polen, y los alérgicos a él, existen. Y, por supuesto, en los humanos se da el fenómeno equivalente. Un torito bravo se nos suelta por las venas, se nos quedan pegados los ojos a muslos y pechugas, a aquellas partes respingonas, turgentes y curvas en donde la espalda pierde su casto nombre. Nos mordemos los labios saboreando por anticipado carnes ajenas que jamás poseeremos. Nuestros músculos se tensan, nuestra piel se hace más brillante, nos espejean los ojos animados por el deseo y la lujuria.
Y claro, luego pasa lo que pasa.
Ayer, en la placentera tertulia de los jueves, volvió a salir el tema: uno de las diferencias que encontramos los españoles con la manera de ser de los austriacos es el sentido de propiedad que, hombres y mujeres, tenemos en España en referencia a nuestras parejas y a nuestros parejos.
O sea, la Carmen de España y no la de Merimé, Escamillo, la navaja en la liga, el dejarme solo que me ciego, el Pepe que te pierdes,etcétera. Los aborígenes son bastante más permisivos que nosotros en lo que se refiere a los intentos de terceros de ponerle cerco a quien comparte con nosotros las alegrías del matrimonio. No sé si me explico.
Para que “me se” entienda, voy a poner un ejemplito, como siempre, sacado de la realidad, pero convenientemente desfigurado para no desvelar la identidad del pecador.
Maricarmen es una chica española que lleva año y medio de relaciones con Heinz Christian (las nacionalidades, son evidentes, así que excuso detallarlas). Tras un año de relación a distancia, Maricarmen, una vez liquidados sus estudios de arquitectura en una universidad española, decidió liar el petate y venirse a vivir a Austria. Concretamente a la bonita ciudad de Linz. Heinz Christian tiene en una localidad cercana un lucrativo trabajo como informático en una fábrica que se dedica a hacer tapones de corcho. La pareja vive feliz en un pisito céntrico.
Heinz Christian tiene un amigo del alma, pongamos que se llama Franz. Heinz Christian y Franz son, como suele decirse, uña y mierda de uña. Se emborrachan periódicamente juntos, juegan al fútbol en un equipillo local y, desde que se conocieron, mediado el bachillerato, se cuentan sus intimidades como lo harían dos primos o dos hermanos que se llevasen bien. Franz es soltero y, cuando hay más amigos, es cosa normal que Heinz Christian, su novia y Franz salgan juntos. Un día, en un local de Linz, mientras Heinz Christian está distraido hablando con alguien, Franz, dando muestras de un cierto grado de intoxicación etílica (la ingesta, es lo que tiene) le pone a Maricarmen la mano izquierda encima. Concretamente, en el bien formado muslamen de la muchacha. Maricarmen se queda un poco sorprendida de momento, pero su pasmo va en aumento al notar a) que la mano de Franz intenta explorar otras partes de su anatomía y b) que Franz le hace una encendida –y babosérrima- declaración de amor. Intentando no ser descortés, Maricarmen trata de zafarse, pero Franz no ceja en su marcaje. Maricarmen mira hacia donde se encuentra su novio el cual está, como suele suceder en estos casos, en la mismísima parra. Finalmente, incapaz de cortar a Franz de una manera educada, la española le planta a Franz una galla en mitad del jeto, se levanta y se marcha.
Mientras camina hacia donde está su novio piensa en cómo explicarle que su mejor amigo (de él, o sea) le ha echado los tejos. Duda en si hacerlo ¿Tiene ella derecho a destrozar una amistad así? –Carmencita es un pelín peliculera- Por otro lado, si no lo hace ¿Es prudente que su novio siga sin caerse del guindo?
Tras mucho darle vueltas, decide contarle el incidente a su novio cuando estén a solas.
Llegado el momento, empieza con mucho tacto, esperando una reacción volcánica. En vez de eso, su novio escucha la historia con cara de ajo hasta el final y luego le pregunta:
-Y tú ¿Qué hiciste?
Maricarmen confiesa, algo avergonzada ,su temperamental reacción. Para luego observar, algo mosca, como su novio se desgüeva de risa. Cuando las carcajadas le dejan hablar, entre jipidos, el novio, para sorpresa de Maricarmen, empieza a disculpar a Franz. Que si el alcohol, que si la noche le confunde, que si pin y que si pan.
Total, que Maricarmen saca la conclusión de que, si a su novio le pinchan, no le sacan ni un coágulo. O sea, que no tiene sangre en las venas. Heinz Christian, en cambio, se va a la cama contentísimo de haber comprobado que, efectivamente, tiene en casa una española fogosa y temperamental. El tipo ideal de celtíbero/a que hay en todos los cerebros aborígenes.
(Esta historia es en realidad la refundición de varias que he escuchado, cambiando protagonistas, sexo de los metedores de mano y de los acosados, pero la reacción austriaca es siempre asombrosamente igual de comprensiva –vamos, asombrosamente, para los españoles-)
¿O es que yo soy raro?
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