Las autoridades municipales de algunas grandes ciudades austriacas han pedido que se endurezcan las medidas contra los mendigos y la mendicidad.
14 de Junio.- Hace unos cuantos jueves, caminaba yo por una zona céntrica viení cuando, desde un portal, se me clavaron los ojos aterrorizados de un niño un poco mayor que mi sobrina (diez años como mucho). El chavalín estaba tembloroso y se notaba que había llorado y extendía la mano para que le diera algo de dinero. A poca distancia, un adulto (su padre, su tío, en el peor de los casos su jefe o como se le quiera llamar) fumándose un cigarro, vigilaba que el niño no se quedara con nada de lo que le daban los viandantes.
Situaciones como esta siempre en un brete desagradable a cualquier persona decente.
Por un lado, el primer impulso es darle al chavalín uno o dos euros para que se compre algo de comer (había un Billa cerca) pero por otra parte uno se da cuenta de que, lo que va a suceder, es que uno le va a subvencionar el tabaco al hijo de puta que está explotando al niño.
Yo opté por el mal que me pareció menor y le di a la criatura una moneda de dos euros, en la esperanza (vana, me temo) de que el otro la repartiera con él al cincuenta por ciento.
La mendicidad y los vieneses
La mendicidad es, en Viena, un fenómeno relativamente nuevo. Según mi memoria, en las calles de esta ciudad no había mendigos antes de 2007. Y, lo que sí que es seguro es que, en su mayoría, no son austriacos. Se trata sobre todo de búlgaros y rumanos, procedentes de los sectores más desfavorecidos de esos países ya pobres de por sí, que son traidos aquí por redes de tráfico de personas aprovechando la apertura de las fronteras.
Para los austriacos, me consta, la visión de los mendigos con sus vendas, su suciedad, sus muñones, sus trapos y sus tristes instrumentos musicales es desasosegante. Quizá porque se trata del enfrentamiento entre dos mundos.
La caridad, la limosna fue, hasta pongamos la mitad del siglo pasado, la forma más primitiva y usual de redistribución de la riqueza.
El principio era simple: el que tenía más tenía la obligación de repartir lo que le sobraba con el más desfavorecido. Todas las religiones, en tanto que vertebradoras de las sociedades en que nacieron, incentivan la caridad, y prometen al fiel beneficios espirituales a cambio de dar limosnas. Naturalmente, esta forma de entender la asistencia, incentiva la competencia darwinista entre los pedigüeños, que se atienen al axioma de que el que da más pena, recauda más. De ahí la exhibición con fines “comerciales” de todo tipo de desgracias físicas.
Por lo demás, las víctimas de la mendicidad son, sobre todo, los más débiles. Los niños, a veces muy pequeños, que son utilizados por los jefes de las mafias para dar pena. A los que se les roba la posibilidad de recibir una educación para que puedan tener una oportunidad de salir del submundo mendicante en un futuro. Con ellos, se perpetúa el círculo. Las mujeres, por el mismo motivo.
Un problema de difícil solución
¿Qué hacer? La solución nunca es fácil. En condiciones ideales, naturalmente, los Estados de procedencia de la mayoría de los mendigos (Bulgaria y Rumanía) deberían emplearse a fondo en darles a estas personas un futuro (formación, salidas laborales decentes). Sin embargo, ni el gobierno de Sofía ni el de Bucarest parecen demasiado inclinados a mimar así a sus compatriotas. Por otro lado, la prohibición de la mendicidad siempre deja un cierto regusto amargo, al tratarse muchas veces de una medida que, en realidad, esconde un cierto prurito racista o estigmatizante por parte de los que nos gobiernan; por otro, es difícil concienciar a la gente de que no le dé un euro o dos a un niño, o a una mujer que está cantando debajo de un puente a temperaturas bajo cero, con el argumento (cómodo desde una situación privilegiada, como lo es la de la mayoría de mis lectores) de que solo si la mendicidad deja de ser rentable, dejarán de actuar las redes mafiosas.
En Austria, la legislación al respecto es variada y va desde la prohibición total en Tirol (desde hace veinticinco años) hasta la prohibición relativa de Viena. En esta ciudad, no está prohibido mendigar, pero sí hacerlo de manera insistente (agresivo es el calificativo que se utiliza).
¿Dar o no dar dinero? Esa es la cuestión. Si das, es como comprarle cigarros a un fumador: o sea, colaboras en que se gane a pulso su enfisema y sus toses mañaneras. Si no das, piensas de ti mismo que quizá el euro que te guardas pudiera evitarle a alguien el frío o la violencia.
Una decisión difícil.
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