¿Debe ser gratis el agua de los bares y restaurantes? (la no embotellada, claro). Es una pregunta que no tiene una sola respuesta
19 de Julio.- Una de las primeras cosas que aprende el recién llegado a Viena es que a los aborígenes, por alguna razón, les encanta el agua con gas.
El español medio,por lo menos en la época en que yo vivía en España, era de beber agua de la que sale por el grifo de toda la vida. En cuanto al agua mineral, solo en sitios en donde la sequía había hecho que de las cañerías saliese agua sospechosa de contener algún gusarapo. Por lo demás, Solán de Cabras cuando se sospechaba de algún cólico nefrítico y pare usted de contar.
Cuando el celtíbero medio, sorprendido, preguntaba a algún aborigen el origen de la preferencia por el agua gaseada o gaseosa, el austriaco se encogía de hombros y decía que le parecía absurdo tener que pagar en un bar por un agua que podía conseguir perfectamente en su casa con solo abrir el grifo (aquí, aclaro, se bebe mucha más agua embotellada que en España).
En España, además, el agua era el producto más barato que se podía conseguir en un bar. De la posguerra venía la tradición de que las dos únicas cosas que había gratis en los bares eran el agua y (en un rasgo de humor negro propio del socarrón pueblo español) el bicarbonato.
En Austria también era así hasta hace poco, pero hete aquí que la progresiva conciencia ecológica y el progresivo aumento de los costes (y con él, el adelgazamiento de los beneficios hosteleros) han hecho que los bares y restaurantes de esta capital se hayan tenido que estrujar el sesamen en busca de medios para ganar más dinero. Alguien reparó en que había muchos clientes que se sentaban en las mesas de los cafés y, después de una consumición de pago, se pasaban al agua. Los hosteleros empezaron a ver con bastante cabreo a los que se dedicaban a mimar sus riñones con la combinación, en grandes cantidades, de átomos de hidrógeno y de oxígeno. En cada vaso de agua, transparente, fresca y gratis, veían una venta menos y, lo que es peor, una pérdida, porque a ellos sí que les cobran el agua.
Ante esto, los más atrevidos (o avariciosos, dependiendo del lado en que se mire) decidieron cobrar lo que hasta entonces era gratis. Los primeros fueron los del tradicional café Landtmann. Empezaron a cobrar 2,5 euros por cada jarra de medio litro del más común de los elementos en un planeta que, paradójicamente, se llama tierra (es así desde el quince de Julio). Otros establecimientos no han tardado en seguir su ejemplo. La norma común es que el dedal de agua que te ponen con el café o el chocolate (aquí, más parecido a un Colacao que a otra cosa) siga siendo gratis. Ahora: el agua que uno pida para seguir calmando la sed, ha empezado a tener precio. Ante el hecho inevitable de tener que apoquinar por la bebida, dicen los hosteleros que muchos clientes han empezado a pedir cosas con más sustancia (y más caras). Coca-cola, por ejemplo.
La propietaria del café Mozart se quejaba de que, antes de cobrarla, la gente bebía más agua que todo el resto de las bebidas no alcohólicas que el establecimiento servía junta, y eso, claro, no podía ser.
A otros bares, semejante racaneo con el agua les parece feo. Por ejemplo, al Café de Provence, en las cercanías del ayuntamiento. Y no cobran. Otros, han inventado sistemas más imaginativos. Por ejemplo: en un bar del distrito nueve, el agua servida por un camarero, se conoce que para compensar el desgaste del trabajador, cuesta cincuenta centimillos. Ahora bien, el cliente puede ahorrarse el coste si se sirve él mismo el agua en unas fuentes que el bar pone a su disposición. En plan autoservicio como si dijéramos.
Para que mis lectores se hagan una idea de los precios en que nos estamos moviendo: un metro cúbico de agua (esto es, 1000 litros) cuesta en la capital que el Danubio riega con tanta abundancia la friolera de 1,73 euros.
Deja una respuesta