La situación de la que hablaremos hoy es más frecuente de lo que podría parecer a primera vista…
21 de Julio.- Dorly y Esteban, 33 y 35 años de edad respectivamente, se conocieron en extrañas circunstancias durante un viaje organizado a Italia. Lo de extrañas circunstancias viene porque su primera conversación tuvo lugar durante una huelga de conductores de autobús que les dejó a los dos tirados en mitad de la Toscana junto a un montón de turistas alemanes. Los cuales, para olvidarse de la imperdonable falta de formalidad que distingue a los pobladores de los países miembros más meridionales de la Unión, se habían dado a la cerveza y otros licores espirituosos y no cesaban de cantar unas canciones típicas de Colonia que más parecían los himnos que entonarían los alumnos de un jardín de infancia satánico.
Esto sucedió en el verano de 2005.
En el año 2010, se casaron con nutrida asistencia de amigos y familiares (entre ellos, una pareja gay muy salada, amiga de Esteban, que se tuvo que cruzar el mundo porque vive en Australia) y, actualmente, viven en Viena. Dorly trabaja como jefa de tesorería en una empresa dedicada a la fabricación de productos de caucho (condones). Esteban es ingeniero de procesos.
La relación entre Dorly y Esteban es una balsa de aceite en la medida en que lo son todos los matrimonios que se llevan bien. Tienen sus días, como todo el mundo, pero en general tanto sus amigos como sus familiares (y, lo que es más importante, ellos mismos –todavía-) podrían afirmar que son un matrimonio que se compenetra a las mil maravillas.
Sin embargo, en los últimos tiempos, Esteban ha notado que él y su mujer siempre discuten los miércoles por la noche, casualmente tras la tarde en que él queda con sus amigos españoles a tomarse unas cervezas y echarse unas risas. Las discusiones con Dorly siempre explotan por tonterías que, en otras circunstancias, no darían más de sí. La primera vez, Esteban atribuyó el malhumor de su esposa a los típicos vaivenes hormonales mensuales. La segunda vez (a la semana siguiente, cuando ya los vaivenes habían pasado) Esteban pensó que su chica estaba pasando por una mala época debido a la declaración trimestral de Impuesto sobre el Valor Añadido. La tercera vez, Esteban cayó en que el cabreo de su santa tenía que deberse a sus amigos.
Dorly había estado presente un par de veces en aquellas reuniones que, por lo demás, y pese al alcohol, eran absolutamente inofensivas y, aunque se hubiera clavado un tenedor en el dorso de la mano antes de confesarlo públicamente, había sentido el aguijonazo de los celos. Porque, sorprendentemente, en aquellas reuniones, su chico se transformaba en otra persona. Estaba mucho más relajado, sonriente, hablaba mucho, se descojonaba de todas las bromas ¿Qué pasaba? ¿Por qué con sus amigos no se reía? ¿Por qué rara vez salía de su mutismo en las reuniones familiares?
Paso de ti, cariño
Una situación como la anterior es más típica de lo que pudiera parecer en las parejas mixtas. Ninguna de las dos partes de la relación tienen la culpa de que se dé y, al mismo tiempo, las dos partes de la relación tienden a no ceder en esa parcela de terreno que sienten como suya. El componente español no se da cuenta de que, aún cuando uno esté casado/a con el santo Job/a, a cualquiera le resulta difícil aceptar que su pareja tiene un campo de acción en donde él/ella, a pesar de ser bienvenido, nunca podrá participar con plenitud. Debido a impedimentos idiomáticos, por qué no, pero también debido a lo mismo que hace que el Esteban de nuestra historia prefiera el mutismo antes de arriesgarse a meter la pata: los mil y un códigos no escritos que son como la varicela: si se pasa de pequeño es un puro trámite, pero si te pilla de mayor puedes hasta palmarla.
Debido a esto, el componente español tiende a pasar de su pareja –con cariño y con amor, pero tiende a pasar- y a considerar el hecho de quedar un día a la semana para hablar de Santiago Segura y de Ortega y Pacheco, los de El Jueves una especie de deuda sagrada que la sociedad austriaca tiene con uno. Como diciendo: “ya estoy yo aquí pringando veinticuatro horas todos los días, para que me quiten este ratillo en que por lo menos soy un poco libre”.
Por lo general, aunque hay honrosísimas excepciones, a la parte austriaca también le cuesta entender que las fronteras en lo que podríamos llamar “el código de amistad español” son muchísimo más difusas que en el equivalente austriaco y que, en España (agravado por el hecho de que todos somos emigrantes en un país extraño) hace falta mucho menos que en Austria para considerar a alguien como amigo de uno. Y también le cuesta a entender que lo que para él o ella es una circunstancia normal, como lo sería para nosotros en nuestro lugar de origen, para el inmigrante una inofensiva cena con amigos o una celebración con la familia política puede llegar a ser, no ya un campo de minas social, propicio a toda clase de meteduras de pata, sino también trabajo, mucho trabajo. Horas de concentración intensa, de traducción simultánea mental, de búsqueda de temas de conversación en donde uno domine el vocabulario. Un largo etcétera, en suma.
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