En el primer capítulo de esta historia (verlo aquí) relatábamos cómo se conocieron Cata y Erwin. El segundo promete (aún) más risas.
8 de Agosto.- La historia de cómo Erwin Paier había hecho la ruta Rekawinkel-Buñol para encotrarse con nuestra Cata merece contarse, porque es importante para el devenir de esta historia.
Paier, también de 27 años, había conocido a Martina Kubicek cuando ambos eran dos bisoños alumnos de segunda enseñanza. Las respectivas familias habían saludado la relación con una discreta alegría.
Particularmente, la señora Paier, la madre de Erwin, no había cabido en sí de gozo. Y es que Martina, la novia de su hijo, era de esas nueras que toda suegra se pide para Reyes (bueno, en Austria, para el Christkindl): larga melena rubia, ojos azules oceánicos, boca carnosa y sensual –bueno, esta parte alegraba más a Erwin-, hacendosa, catequista en la parroquia, buena cocinera con una mano privilegiada para los knödel, poco amiga de modernidades, paciente, dócil…En resumen: un dechado de virtudes.
Durante los once años siguientes, Erwin y Martina habían llevado una relación que todo el mundo pensaba que iba a terminar en boda hasta que un día, de improviso, la señorita Kubicek dio la historia por terminada de forma rotunda.
Erwin pasó tres días en la cama, rodeado de sus posters de Andrea Berg, llorando y vomitando –el médico le dijo a la desconsolada madre que estos síntomas solían presentarse en los chicos a los que dejaba su primera novia, que eran cosas psicosomáticas que se le pasarían conforme el trauma se diluyese-.
Pasados los tres días, ojeroso como un amante decimonónico a punto de empuñar un trabuco para volarse la tapa de los sesos, Erwin Paier emergió de entre los muertos y se puso a investigar.
Y descubrió que la hacendosa, la cristiana, la paciente, la dócil Martina, se había liado con uno de sus mejores amigos: un compañero de trabajo de Erwin, de ascendencia turca, con mucha labia y un tatuaje de tamaño familiar en la pantorrilla derecha, de quien las malas lenguas decían que la masculinidad le llegaba hasta medio muslo.
Desde entonces, Erwin decidió esforzarse por convertirse en una mala persona y le juró enemistad tozuda y eterna a toda la raza turca. Se afilió al partido ultraderechista que le pilló más a mano y, para consolarse, repitió como un mantra las palabras con las que su madre intentaba consolarle y que hablaban de lo malas que eran todas las mujeres (menos ella misma, por supuesto).
Fue este desgraciado tropezón amoroso el que decidió a Erwin para sumarse al viaje de hombres solos a Buñol en donde, aseguraban los amigos que habían asistido a ediciones anteriores de la tomatina, abundaban los dos elementos que hacen la felicidad de los varones en edad de merecer: esto es, chicas de virtud tendente a cero y alcohol en cantidad suficiente para emborrachar a varias tropas de los vikingos más encallecidos.
Para escarmiento de aquellos austriacos que piensen que, en España, todo el monte está sembrado de hierbas aromáticas, aclaramos que, después de la excursión a Buñol, de todos los jóvenes austriacos que componían la partida (miembros todos del dignísimo cuerpo de bomberos voluntarios de Rekawinkel) solo Erwin vio colmadas sus esperanzas de yacer en posición horizontal con una española. Porque Carmen de España manola, Carmen de España decente, pero también, Carmen con bata de cola, pero cristiana y decente. En fin: el resto se volvió a casa con el churro sin mojar y, lo que es peor, con unos dolores de cabeza tremebundos producidos por la ingesta del garrafón que (ay) ha sustituido en España a los licores de calidad. Cosas de la crisis.
Como queda dicho en el anterior capítulo de esta tan divertida como verdadera historia, nuestra Catalina quedó fascinada por las pantorrillas de Erwin. No sabían que aquellos manguerazos cambiarían la vida de los dos.
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